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“La familia es un campo de entrenamiento para la vida” esa es una frase que, si son lectores habituales de este blog, es muy probable que hayan leído en algún lado por aquí. Pero un campo de entrenamiento no debe estar ni demasiado lejos ni demasiado cerca de la situación real que va  a enfrentar el combatiente.  Es ahí donde se presenta una difícil encrucijada ¿Qué hacer con los propios hijos? No tengo hijos todavía, pero me gustaría tenerlos y frecuentemente conversamos con mi esposa respecto de su futura educación. Una de estas discusiones gira en torno a si deberían ir a una escuela pública o privada, yo soy fanático de la escuela pública, es lógico, recibí la mejor educación esperable en mi provincia en sus aulas, la mejor en absoluto, mejor que cualquier otra privada, hasta tal punto que bastaba el promedio de mi Colegio para entrar directamente en la Universidad Nacional, sin ulterior examen. Pero, resulta que, me explica mi esposa, las cosas han cambiado, la educación pública está destruida, etc. Pero esto es solo un ejemplo. Otra cosa que debatimos es si debieran tener televisión o no, cuando nos casamos con mi esposa decidimos no tener televisión y les aseguro que no se extraña en absoluto.  Amigos míos y de mi esposa, apiadados de nosotros, en lo que ellos supondrían una mala situación económica nuestra, nos han ofrecido regalarnos televisores en varias ocasiones. Se quedan profundamente extrañados cuando le decimos que lo hicimos por decisión personal, que simplemente no queremos tener televisión para tener más tiempo para otras cosas, entre ellas hablar entre nosotros. De ahí nos hemos convertido en el fenómeno de feria entre nuestros amigos, es muy usual que cuando aparece alguien nuevo en nuestro círculo alguien se apresure a comentarle “ellos no tienen televisión” con una cierta mezcla de asombro, admiración y extrañeza. No es una cuestión de principios, es más una cuestión práctica, necesito más tiempo para otras cosas y listo, la televisión te lo quita. No demonizo la tv, aunque haya pocas cosas buenas para encontrar en ella. Pero este no es el punto, el punto es si nuestros hijos debieran tenerla o no. Tampoco queremos que sean los nerds que no saben lo que está sucediendo en el mundo real, pero para eso ¿hay que resignarse a que se idioticen?
Entonces quedan dos extremos difíciles de conjugar o “nerds sobreprotegidos” o “idiotas productos de la cultura moderna”, obviamente parece que, con Aristóteles, la solución está en una mezotés (término medio), pero el problema subsiste ¿cuál es el término medio? ¿Alguno de ustedes, con más edad que yo, ya ha conseguido ese término medio? ¿Cómo hizo? ¿Qué hizo? Le agradecería que me lo cuenten y que nos lo cuenten.
Les dejo una nota de la Nación que es fenomenología pura sobre lo que está pasando, en este caso en una escuela privada, con la educación de los adolescentes. La nota es de Jorge Fernández Díaz:

La escuela está arruinando a mis hijos

No es una reunión de rutina, pero el director hace una pregunta rutinaria: «¿Qué espera de nuestro colegio?». Mi amigo Guinzberg, que nunca se agita, le responde:
-Espero que me devuelvan a mi hijo tan bien como se lo entregué.
El director se remueve en su asiento, intranquilo y perplejo.
-Bueno, por supuesto; acá le damos la mayor seguridad educativa y personal -atina a responder.
Al hijo de Guinzberg le han pegado dos palizas en el término de dos meses: una en el recreo y otra en el aula. El chico tiene 16 años; es promedio 9,50; devora libros desde los ocho y lee todos los días el diario. Guinzberg piensa, aunque no se lo dice a nadie, que a muchas de las maestras de 22 años que supuestamente le enseñan cosas importantes a su hijo él no las tomaría en su trabajo ni como recepcionistas. Y le rechinan los dientes cuando el chico vuelve del colegio y profiere frases insólitas sobre la política, el sexo, la divinidad y el destino. La mayoría de esas afirmaciones son políticamente correctas, cuando no directamente incorrectas, y son machacadas con gran pompa y certeza. Justo a Guinzberg, que hace de la duda intelectual toda una filosofía de vida. «Mi hijo está ocho horas por día expuesto a esa radiación, formateado por desconocidos que pronuncian verdades absolutas sobre cuestiones graves», piensa con alarma, pero nunca lo dice. Aunque ahora está más molesto que de costumbre porque, encima de todo, andan hostigando al pibe y el colegio no hace nada.
-Ya no pido que me devuelvan a mi hijo mejor de lo que se lo entregué -le repite al director-. Eso sería sobredimensionar a la escuela. Lo único que le pido es que no me lo devuelvan peor: mediocre, prejuicioso y lastimado.
El director le da, por supuesto, todas las garantías del mundo. Pero a las dos semanas, el chico vuelve a casa diciendo que la única explicación del origen del mundo es el Big Bang y que Wellington es bueno y Bonaparte es malo. Y al mes y medio tres compañeros lo emboscan, le vacían la vianda y le llenan la cara de dedos.
-¿Qué tengo que hacer? -me pregunta Guinzberg, más nervioso que nunca.
-Tu hijo es un genio -le respondo, para darle ánimo-. No conozco a ningún otro chico que lea tanto, y tan bien. Acordate de que los padres de Borges no querían mandarlo a la escuela porque temían que se contagiara de la escarlatina. En realidad, no querían que lo mal formasen los maestros. Al final, después de unos años tuvieron que enviarlo a clase. Borges parafraseaba la broma de Shaw y decía que en ese marzo la escuela había interrumpido su educación.
Guinzberg está impaciente.
-Ese aspecto está perdido, Fernández. ¡Lo están destrozando a trompadas!
Le cuento lo que me pasó en la infancia. Yo era un pibe tímido y soñador, escribía cuentos y leía libros, y en casa no me dejaban ver nada más que El Santo El Zorro . Mi familia es asturiana, así que en Ravignani 2323 se hablaba en un castellano especial, y cada vez que se me escapaba una palabra española en clase o decía que no había visto tal programa en el recreo, me cargaban. Y luego me arrinconaban y me verdugueaban, y me daban sopapos. Mi vieja, que no había leído a Piaget, tomó una decisión histórica: me metió en una academia de judo. Cuando me hice cinturón amarillo mandé al piso a dos, y me trencé con uno más grande en el patio, ante todo el colegio, que aplaudía. Perdí, pero el respeto que me gané por atreverme fue tremendo: nunca más se metieron conmigo.
-Tiene que haber una solución más civilizada -dice Guinzberg, que es judío.
-Yo deseaba, cuando era chico, ser normal. Porque ser distinto era un gran pecado. Entonces, para que no me jorobaran y ser normal me volvía servil y veía las cosas que ellos veían, y hablaba como ellos.
-Nosotros queremos que los chicos sean distintos -dice Guinzberg, un poco exasperado-. Y ahí los uniforman. Cualquiera es un igual. ¡La gracia es ser un distinto, caracho!
Le damos muchas vueltas al asunto. Y al final, cuándo no, gana la irracionalidad. Guinzberg le mandará una carta documento al colegio.
-Qué racional lo tuyo -le digo.
-¡Ahora los preceptores lo van a tener que acompañar hasta al baño!
-Y qué contento que se va a poner tu hijo?
Los otros dos hijos de Guinzberg son más chicos y menos brillantes, pero más esforzados. Guinzberg últimamente está más concentrado en la trigonometría que en el periodismo. Y es periodista.
-Después está todo ese asunto de disponer de tu tiempo y de tu esfuerzo -dice-. Con el verso de que los padres tienen que involucrarse, el colegio dispone arbitrariamente de nuestras horas. No les enseñan a estudiar a los chicos, y descuentan que después de la doble escolaridad, nosotros nos sentaremos con ellos a estudiar horas tras horas, haciendo de maestros sustitutos. Todo para que no fracasen en los exámenes. Porque si fracasan ellos, fracasamos nosotros. ¡Nosotros, que pagamos el salario de los profesores! ¿Te das cuenta? Nos hacen ver la primaria y la secundaria todas de vuelta. Y ni hablar de las reuniones. Reuniones para cualquier cosa, ceremonias y carnavales escolares, y quermeses y la pucha que lo tiró.
Está intratable. Y cuando Guinzberg está así es mejor no decir nada. Al rato, paga el vermut y propone:
-¿Y si abrimos una escuela? Debe ser un buen negocio.
Le suena el celular. Lo veo irse por Ravignani hacia Santa Fe. Está hablando con uno de sus hijos. Lo sé porque todavía oigo su voz. Está hablando de la clorofila. Se detiene a ver un cartel de un gimnasio colocado en los altos de una casa. Hay una extraña palabra que está escrita en azul y que es más grande que todas las demás: Taekwondo.

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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