El eterno niño atrapado en la burbuja.
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Aquí continúa el Post Yoyocentrismo, desde el Nido. Lo que sigue es la descripción fenomenológica de lo que yo llamo egocentrismo infantil, que es la patología que uso de eje para explicar todas las demás. Es la más fácil de detectar. Entre nuestros amigos y conocidos seguro que encontramos el «Niño eterno», que nunca crece, el Peter Pan, y que lo toleramos con simpatía.. a veces… y otras veces no tanto. La dificultad es que él mismo se tolera con simpatía… por eso no puede crecer. De esta tipología encaramos ahora el «cómo ve la realidad» el egocéntrico, es decir la burbuja que crea en torno a sí y por medio de la que interpreta la realidad. De esa burbuja se describen aquí dos características, en otros posts iremos completando estas características.
Mecanismo cognitivo:
La burbuja del egocéntrico
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a- La realidad como interés-no interés:
El modo de ver la realidad del egocéntrico infantil es lo que llamamos comúnmente “burbuja” o “vivir en una burbuja”. Esa burbuja es una especie de continuar en el nido de protección paterno, que era algo que invariablemente giraba en torno del niño. Esa burbuja es todo un sistema de ver la realidad en función de los propios intereses. Esos propios intereses empujan a la inteligencia a crear un código moral que los justifique, según aquello de que quien no vive como piensa termina pensando como vive. Pero no se detiene ahí, su código interpretativo de la realidad son los propios intereses, es decir que la realidad es vista por una especie de anteojos oscuros, en los cuales los colores se opacan, y todo se ve fuertemente resaltado por el contraste de las tonalidades interés y no-interés. Frente a los intereses ajenos parece como si no existieran o fuera absolutamente lisiado para comprenderlos. Por eso es muy exigente respecto de las otras personas en aquello que toca a sus intereses, pero muy poco exigente de sí mismo: atan pesadas cargas en las espaldas ajenas y ellos no las mueven ni con un dedo. Consecuencia de esto es que normalmente todo lo bueno lo atribuyen a sí mismos, al yo, y todo lo malo a algo externo, al no-yo.
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b- Supervaloración de las cualidades propias e hipermedición de sí:
Ese modo de ver la realidad o burbuja hace que, indefectiblemente, resalte las virtudes que son propias y disimule habilísimamente los propios defectos, o simplemente les reste carga moral, como si hacer tal o cual cosa errada no tuviera ninguna importancia. Como en la fábula de Lessing en la cual cada uno de los animales destacaba su propia virtud. Es siempre el tipo que, con su modo de obrar y de pensar, transmite el siguiente mensaje: ser normal es ser como yo.
Esto es consecuencia de la supervaloración de las cualidades propias. Puede también observarse en la sicología infantil, ya que el niño sobrevalora todo aquello de lo que es capaz. La causa está en que en el medio del nido, normalmente, los padres alientan a sus hijos remarcando y resaltando las cualidades personales. Pero como el nido es en cierto modo un universo artificial, si los padres no enseñan a los hijos a ser realistas en la humildad de una medición lo más exacta posible de las propias potencialidades, esos hijos en su madurez permanecerán en esa especie de universo artificial de la sobrevaloración de las propias cualidades. Existe una broma popular que resalta este hecho: cuando alguien se alaba a sí mismo, irónicamente se le pregunta si es que acaso no tuvo madre o abuela. Justamente porque la figura materna es la que cumple más fuertemente ese papel de resaltar las cualidades del hijo. De todos modos, es necesario reconocer, que ese inflar en algo las propias capacidades, por encima del grado real de esas cualidades, está un poco en todo hombre. Sucede que en el egocéntrico ese hecho toma dimensiones desproporcionadas. Que, normalmente, cuando se choca con la realidad, conlleva la indeseable consecuencia, de gran peso depresivo, de sentirse un desaprovechado. Alguien usado inútilmente en tareas que, de algún modo, no son dignas de él. Porque en realidad lo único verdaderamente digno es aquello que se adecua a sus sobrevaluadas cualidades.
Otra consecuencia no deseada es que las propias cualidades y lo que “podría”dar está demasiado presente, todo el tiempo, en la mente del egocéntrico. Esa hiperreflexión perjudica que justamente aproveche esas cualidades, en lo que puedan tener de real. Lo perjudican porque hay una hipermedición, siempre se busca estar lo más consciente de cuánto se avanzó en el aprovechamiento de esas cualidades. Esto puede ser muy agotador en el plano espiritual, y sobre todo, enormemente desalentador. Vamos a verlo en algo que necesite especialmente perseverancia. Por ejemplo, el estudio de un idioma. El comienzo puede ser muy vertiginoso, porque, en la medición de los avances, se puede percibir cómo a grandes saltos se van aprendiendo cosas que no se sabían. En el comienzo del aprendizaje de un idioma es fácilmente perceptible el grado con que ese idioma está siendo aprendido. Pero, cuando se aprende la gran masa de los rudimentos de un idioma y viene la etapa de perfeccionar, los tiempos para percibir un avance en algo se dilatan, y es necesaria la perseverancia para alcanzar el objetivo de perfeccionarse. Por tanto, si en esa situación existe una personalidad con una necesidad permanente de hipermedición de los resultados, casi con certeza se desalentará y abandonará el cometido. Porque si la percepción del resultado es lo que hace de motor del aprendizaje, en esa etapa se vuelve extremamente escasa y, por tanto, sin ninguna fuerza motivadora. Consecuencia por tanto de esa hipermedición de los frutos es la falta de perseverancia. Este hecho es también típicamente infantil. Los niños, en su inmediatismo por los resultados, normalmente son muy inconstantes, comienzan una tarea febrilmente, con toda intensidad, sin embargo se cansan rápido de esa tarea, en la medida que no satisface sus expectativas de resultados instantáneos.
La necesidad de ver frutos es algo absolutamente humano, todos necesitamos, de algún modo, ver que nuestras acciones tienen algún sentido, tienen algún éxito en el fruto que se manifiesta. Sin embargo, ese ver frutos, jamás puede ser en sí mismo el motor de la actividad, porque, si lo llevamos a la última instancia, no habría en absoluto actividad alguna. Ya que en el dinamismo humano siempre hay un momento de “ceguera” de los frutos, que invariablemente se anticipa, y es condición del fruto en sí mismo. Siempre es necesario, en cierto modo, llorar al sembrar, para poder reír al recoger. Por tanto, queda firme que el motor de la acción tiene que ser el bien en sí mismo de la cosa obrada, o perseguida, fortificado por la percepción de los frutos, pero jamás substituido por esta última. Si las cosas no fuesen de ese modo, se volverían imposibles tantos hermosísimos testimonios históricos de lo heroico, en los cuales la percepción actual de los frutos de la acción es nula, simplemente se espera en las consecuencias futuras de esa acción, que no podrá ser vista por los ojos de quien la ejecuta. Escojo un ejemplo libre de toda sospecha, el sacrificio de Sócrates por los valores de la ciudad. Creo que nadie puede leer ese diálogo platónico sin edificarse por el heroísmo de Sócrates de permanecer en la ciudad, aún a precio de la propia vida, y pudiendo salvarla, sólo por respeto a la virtud y a las leyes de la ciudad. Allí la percepción actual de los frutos de la acción es nula, sin embargo es llevado a cabo uno de los actos más plenamente humanos, el sacrificio de sí mismo en virtud del bien del otro.
Otra consecuencia de esta hipermedición es el sentimiento de estar regrediendo en una tarea emprendida. Retomo de nuevo el aprendizaje de un idioma. Es ciertamente muy difícil medir el grado real de dominio que se posee de un idioma que no sea la lengua materna, y por contraste muy fácil engañarse. Muchas veces me ha sucedido pensar que hablaba una lengua sin ninguna dificultad, por ejemplo portugués, y después haber tomado consciencia, por medio del testimonio de las personas que hablan nativamente ese idioma, de que tenían cierta dificultad en entenderme. Esos testimonios, aunque duros de aceptar, me dieron siempre gran empuje para perfeccionar más el dominio de esa lengua. Ahora bien, esos choques con la realidad crean el sentimiento de estar regrediendo en vez de perfeccionándonos. Es algo normal si consideramos el hecho de que creíamos haber alcanzado un nivel de diez y descubrimos que realmente estamos en seis. Ciertamente que no hay regresión real, obviamente no se está desaprendiendo el idioma. Simplemente la imagen que tenemos de nosotros mismos se está ajustando a los términos reales. Y eso crea la sensación falsa de estar perdiendo terreno. Esta sensación de estar desaprovechando o desandando camino también es algo típico de una sicología infantil, y tiene también consecuencias desalentadoras y depresivas.
También son causados por esta hipermedición frecuentes temores hipocondríacos. Cuando esa hipermedición toma por objeto la salud, la interpretación de cualquier dato de lo físico y corporal cobra normalmente matices exagerados. Cualquier pequeña señal es interpretada como posibilidad de enfermedad, y para evitar toda posibilidad de dolencia normalmente se rodean de cuidados excesivos. Evidentemente, si se presta demasiada atención, el dolor o molestia subjetiva causado por cualquier cosa crece exponencialmente, por lo que siempre tienen algo para quejarse. Finalmente, no es extraño que ellos mismos sean la causa de transtornos psicosomáticos reales, ya que con su hiperconciencia terminan causando aquello que quieren evitar. Del mismo modo que el fóbico hace crecer el temor cuando quiere evitarlo.
La raíz última de estas distintas manifestaciones de hipermedición e hiperconciencia de sí, está en una profunda necesidad del yo de confirmarse a sí mismo. Como veremos, el egocéntrico infantil no posee un adecuado conocimiento de sí en orden a obrar, y como de algún modo es consciente de ese hecho, a raíz de las dificultades y contratiempos que genera su conducta, está siempre en la búsqueda de datos que confirmen el propio yo, en el conocimiento de sí mismo. Esa es la raíz última de esa hipermedición, que por el hecho de estar dislocada jamás aporta datos equilibrados a la conciencia de sí de la persona, por el contrario normalmente esos datos son hiperevaluados, a veces absolutizados y siempre sacados del contexto global donde deben ser interpretados, en definitiva se ve el árbol pero no se ve el bosque.
Conselheiro
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.