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Estos son pichones de bisbita, en una variante neocelandesa, un pajarito, que, aunque es así de feo cuando pichón, llega a una belleza aceptable cuando grande. Los pichones de hombre, en cambio, son naturalmente preciosos (Creo que John Bowlby, un importante investigador inglés del siglo XX, es el que sostiene que la belleza de las crías de cualquier raza tiene un valor adaptativo y de supervivencia, en razón de la fragilidad del párvulo. De este modo, la belleza de las crías, genera una corriente empática que las protege de ulteriores peligros). Bueno, pero no es el caso de las bisbitas, son francamente horribles. Desde el punto de vista de la estructura psicológica podemos describir a los infantes como revestidos de una inquietante dualidad. Llevan en sí la ambivalencia de Cástor y Pólux:
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Cástor y Pólux, en la mitología griega y romana, los hijos mellizos de Leda, mujer del rey espartano Tindareo. Eran hermanos de Clitemnestra, reina de Micenas, y de Helena de Troya. Aunque ambos eran conocidos como los Dioscuros, o Hijos de Zeus, en la mayor parte de las narraciones sólo a Pólux se le considera inmortal, porque fue concebido cuando Zeus sedujo a Leda bajo forma de cisne. Sin embargo, se considera que Cástor, su hermano gemelo, era hijo mortal de Tindareo. Ambos fueron venerados como deidades en el mundo romano, aunque también se los conceptuaba como protectores de marinos y guerreros. Vivieron justo antes de la guerra de Troya, y tomaron parte en muchos de los grandes hechos, incluido la caza caledonia del jabalí, la expedición de los Argonautas, y el rescate de su hermana Helena, llevada a cabo por el héroe griego Teseo. Los hermanos fueron inseparables en todas sus aventuras, y cuando Idas, un ganadero, mató a Cástor por una disputa sobre sus bueyes, Pólux quedó desconsolado. En respuesta a sus plegarias en las que pedía la muerte para sí mismo o la inmortalidad para su hermano, Zeus reunió a ambos, permitiéndoles estar siempre juntos, la mitad del tiempo en el submundo y la otra mitad con los dioses en el monte Olimpo. Según una leyenda posterior, Cástor y Pólux fueron transformados por Zeus en la constelación de Géminis o los Gemelos.
Los cachorros de hombre cargan con la dualidad de Géminis: mortal e inmortal, el Olimpo y el submundo, cielo e infierno, belleza y destrucción, inmensidad de posibilidad y casi nada de realidad. Los cachorros de hombres pueden ser preciosos pero también, como Jano, pueden tener un rostro feo. La posibilidad del cachorro de hombre se comienza a construir en el nido. Ahí se comienza a construir el rostro definitivo, ahí se comienza a superar la fealdad… si es que se supera…
Psique– Pero, Idiota, ¿cómo vas a llamar feos a esos tiernos angelitos incapaces de ningún mal?
Eros- Pueden ser feos, muy feos… pueden ser muy crueles… mi sobrinita de tres años, a la que amo indeciblemente, le dio un susto de muerte a mi madre, su abuela, cuando la vio saltando énergicamente en la cama… sobre su conejo (no uno de peluche, uno de verdad, de carne y hueso). Pobre mi vieja, creía estar viendo una escena del exorcista. Miren esos pichones de bisbita, sus picos infinitamente abiertos parecen que nos quisieran tragar, deglutir, hablan de exigencias que no aceptan ningún tipo de dilaciones. Hablan de ser, ellos mismos, lo único que importa en el universo. Y en esto le demos la derecha a Freud, él fue el primero en postular que el Narcisismo (él lo llama primario, en este estadio) es una etapa en la estructura del desarrollo evolutivo de la psiquis del hombre (la intuición más importante de Freud desde mi gusto por lo sistemático). Etapa que debemos superar para entrar en relación con la realidad y con los objetos. Pero el hecho de que esa salida sea sana o no, depende del nido, de cómo haya sido construido por nuestras figuras parentales. Si no fue el adecuado lo más probable es que se cargue con profundos resabios de ese estado original, que es in-nocens (no dañino, literalmente, igual que en inglés harm-less, en español inocente) en su momento evolutivo, pero que de no ser trabajado y superado contamina ponsoñosamente la estructura de la propia identidad en los estadios evolutivos posteriores.
Por eso, quiero publicar por entregas graduales un libro, que escribí hace mucho pero mucho tiempo, sobre el egocentrismo (lo que ahora llamo yoyocentrismo, en su momento se entenderá por qué) y que jamás publiqué. La verdad, siento un poco de pudor al hacerlo, así como las personas cambian, los lenguajes cambian y los estilos cambian… y casi ni me reconozco en este texto. Algunos dirán que exagero y puede ser. La exégesis moderna, que le da tanto peso a los criterios lingüísticos internos (erróneamente, según mi opinión, aunque sean importantísimos), en un supuesto caso que quisiese descubrir el autor de este texto, lo consideraría un “apócrifo”, en relación al cuerpo de obras del ahora “Psique y Eros”, y, científicamente, determinaría que perteneció a un tal “Conselheiro”, por su puesto, un “otro” distinto del primero . Teniendo en consideración eso, tengan piedad de lo estructurado y plomo del desarrollo, en esa época pensaba y escribía muy en “escolástico”, como el insoportable Elementa Philosophiae, Aristotelico-Thomisticae, del ilustre Gredt Iosephus, en el cual aprendí muchas cosas, seguramente no las más importantes, aunque hayan sido pilares de mi formación. Sería un lindo tema para un post: “Prioridad del contenido o del método al escribir un libro”, sin dejar de lado la hermanita menor “Belleza” y el rol que juega al haber parido a “Estilo”. Pero bueno, es un post futuro, estas son las migajas que puedo ofrecerles por ahora (igual mi pudor fue tan grande que retoqué algunas pequeñas cosas):
Encuadre del egocentrismo
Es realmente difícil construir una tipología sicológica, siempre se pueden encontrar características comunes al tipo que deseamos escribir, pero esa tipología, en la realidad, parece una obviedad decirlo, jamás se encuentra en estado puro. Por eso, no es bueno encuadrar o etiquetar a las personas como si fuesen algo estático. Primero porque son personas, es decir son libres y su situación, en muchos casos, con esfuerzo puede cambiar. En segundo lugar, porque el núcleo íntimo personal es en realidad lo único que no cambia, entonces mejor que decir es un “egocéntrico”, como si lo fuese por esencia, es decir que es alguien con algunas características egocéntricas o que tiene estas características. Esto confirma, además, el hecho que en la realidad nadie posee estas características en estado puro. Sin embargo, las analizamos en estado puro, para poder reconocerlas mejor en el dinamismo humano. De todos modos, siempre tenemos que estar atentos de no caer en la tentación de esencializar las personas, convertirlas en meras formas que responden a lo que pensamos de ellas.
Es necesario advertir que hay tipologías distintas y que aparecen hasta como contrarias. Por ejemplo existen egocéntricos que son muy inseguros y otros que por el contrario son muy seguros de sí mismo. También existen egocéntricos sin capacidad de sacrificio y otros con una capacidad enorme de sacrificarse. Y así se podrían enumerar una serie de características aparentemente contrapuestas. Pero que de las cuales encontraremos un eje común. De todos modos, en razón de estas contrariedades, no vamos a intentar una caracterización común, sino que iremos directamente a las tipologías particulares. Por supuesto, algunas características se repetirán, por lo que no profundizaremos demasiado en ello, si ya fue convenientemente descrito en la tipología anterior. Buscando más resaltar las diferencias para poder ayudar a la identificación de esas características.
1- Egocentrismo infantil:
Escogimos esta tipología como comienzo y eje de nuestro estudio sobre el egocentrismo en virtud de dos cosas. Primero porque es la más fácil de reconocer. Cualquier persona sin el auxilio de estudios al respecto puede reconocer que la conducta de otra es “infantil”, o que se está comportando como un “chico caprichoso”. Esa facilidad en reconocer las actitudes infantiles nos va a ayudar después para reconocer otras actitudes egocéntricas, no propiamente infantiles, y no tan fáciles de reconocer. En segundo lugar, porque es la más rica en características, y de algún modo casi contiene los otros modos de egocentrismos, sacando, por supuesto, lo que los otros modos tienen de propio.
Los niños, como las crías de cualquier especie, mientras son pequeños, son naturalmente protegidos por sus padres del medio que los rodea. La naturaleza misma hace que los padres construyan un “nido”, en el cual se los preserva de vicisitudes para las cuales no están preparados. Esto es algo bueno y deseable, ya que, en realidad, ese nido se comporta como un campo de entrenamiento para la vida. Ese nido, es decir, ese conjunto de condiciones de protección, no se restringe sólo a lo material sino también, yo diría en el caso del hombre, principalmente, a lo sicológico, humano y afectivo. Como es un campo de entrenamiento posee algunas cosas preparatorias de la exigencia de la realidad, y otras que salvaguardan de peligros que en la tierna edad pueden ser dañinos. Ese hecho, de la preservación de realidades adversas que se da en el nido, crea en el niño una gran sensación de seguridad, de estar en un universo que lo protege de todo lo que pueda ser malo. Ese universo de protección ciertamente gira en torno de él, porque justamente tiene la finalidad de protegerlo, y casi naturalmente tiene como consecuencia en el niño en una supervaloración de su ego, y una concentración en sí mismo. Por eso es totalmente normal ver en los niños exigencias desproporcionadas respecto de sus padres. También se puede ver una clara frustración e incapacidad de entender la imposibilidad de los padres en satisfacer esas exigencias. Esto, ciertamente, va a variar en grados de acuerdo a la pedagogía paterna, y a cómo, gradualmente, los padres enfrentan a sus hijos con la realidad. Realidad que implica invariablemente un cierto choque o contraste. El choque de descubrir que, muy a pesar nuestro, el mundo no gira en torno mío, sino que soy responsable por mi vida delante de ese mundo.
En cierto tipo de personas esas características infantiles permanecen a pesar de la edad. Esto sucede casi siempre por una carencia en la educación paterna. Carencia de ser enfrentados con dificultades reales, con sufrimientos reales, y con esfuerzos reales. Esa carencia es normalmente efecto de una superprotección paterna. Superprotección que se comporta como el retorno gravitatorio del péndulo, dado que usualmente los padres sobreprotectores son aquellos que estuvieron expuestos, de un modo demasiado temprano, a las rigurosidades de la vida. Así el péndulo de la sobreexposición paterna a los sufrimientos, se convierte en superprotección en los hijos de todo lo que sea desagradable. Esa superprotección engendra, como característica típica de las personalidades infantiles, la concentración en sí mismo, la exigencia desproporcionada en relación a los demás, o, a veces, tal exigencia desproporcionada, se aplica y se espera de la misma realidad o vida en general. Finalmente, se puede observar la incapacidad de entender que esos otros, o la vida misma, no pueden satisfacer todas las exigencias propias.
Estas características generan un modo de ver la realidad, porque jamás existe un modo de obrar sin un modo de interpretar esa realidad, que a su vez sea guía de la acción. Siempre invariablemente nuestras acciones son fruto de una perspectiva que tenemos de dicha realidad, que jamás es abstracta, sino que es una perspectiva de mi situación en relación al mundo que me rodea. Por tanto, es necesario que estudiemos detenidamente ese código interpretativo de la realidad propio del egocéntrico infantil.
Conselheiro
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.
Espero las próximas entregas.
¿Y qué pasa cuando se es exigente con uno mismo, y cuando uno tiene patrones de exigencia que le vienen impuestos, y uno no se da cuenta que son externos y los asume como propios? Es decir, más o menos sé qué pasa, pero ¿por qué pasa? Genera una conducta infantil dependiente, si uno siente que no puede cumplir con esa exigencia, se siente un inútil y fracasado, y se queda (in)cómodo en una situación de inmadurez.
Nologo
Si uno es exigente con uno mismo, más de lo que debiera, de modo que en algún punto genera algún tipo de angustia porque no satisface un arquetipo que se ha hecho de sí mismo, entonces ya no está trabajando con la realidad, está trabajando con la imagen de sí, que es un monstruo devorador de energías y de tranquilidad psíquica porque tiene exigencias infinitas.
Sí, se siente inútil y fracasado, incómodo… e ¡inmaduro! Esa imagen no se formó sola, esa imagen que devora y que destroza tiene su origen más temprano en las expectativas paternas, probablemente exageradas, seguramente inadecuadas. Esos padres no supieron captar que a un cierto nivel de cosas las buenas expectativas son más bien negativas que positivas: «Espero que mi hijo No sea una mala persona» , mejor que las expectativas inadecuadas «Espero que mi hijo sea una persona así, asá… con este adornito… con estas cualidades… en fin… como a Mí.. me gustaría». ¿Cómo debería ser la expectativa adecuada? Ciertamente que no siendo mera proyección narcisista de sí mismo sobre el hijo. ¿Cómo sería una expectativa adecuada que alivia y acaricia el alma? Yo la imagino más o menos así: Quiero que mi hijo no se pierda en la vida, que aproveche al máximo sus posibilidades, ¿cómo? en primer lugar como quiera, según el arcano designio de su propia libertad, en segundo lugar como pueda, apenas somos náufragos flotando en una madera podrida, y desde ese apenas flotar no podemos imponerles a los demás la h. de p. pretensión de que sean trasatlánticos que crucen soberbiamente el mar…
Es lógico que uno se sienta incómodo e inmaduro, es una exigencia que no es nuestra, en su más profundo origen, es de otro, y termina haciéndonos sentir en el mismo lugar donde fue impuesta: la infancia. Esa exigencia, en el fondo, nos hace sentir como los niños que fuimos incapaces de satisfacer las imposibles expectativas de nuestros padres.
¿Por qué nos quedamos cómodo e incómodos en esa situación y no hacemos el esfuerzo de salir? Salir implica un gasto de energía, significa cambiar un caparazón, como la langosta marina que pierde el suyo y tiene que esconderse en una roca para protegerse. Se siente enormemente desprotegida, desnuda, vulnerable, ese caparazón la ha escudado desde siempre, desde que tiene conciencia, y de algún modo la ha protegido, le ha dado calor, la ha hecho sentir alguien, sentirse segura. Pero la langosta espinosa debe despojarse de su caparazón para crecer, en un proceso llamado muda (como una serpiente tiene que cambiar su piel). La langosta rompe su viejo caparazón por la mitad dejándolo atrás en condición tan perfecta que parece un animal vivo. Las langostas espinosas se mudan varias veces al año cuando son jóvenes y luego una vez al año cuando son adultas. Una vez que se mudan, se comen el caparazón viejo.
Así nos sucede, si queremos crecer, hay que romper el caparazón, si no, no hay crecimiento sino infantilismo e inmadurez y la monstruosa deformidad de ya no caber en los esquemas que nos contienen. Las langostas no tienen opción, son obligadas por la naturaleza a abandonar el caparazón y generar uno nuevo. Nosotros, hombres, sin embargo, podemos intentar, por comodidad, la monstruosa metamorfosis de vivir en un espacio que nos afixia…
Gracias por la respuesta, y ahora quedaría por ver qué posibilidades hay y cómo generarlas, de intentar cambiar ese caparazón que nos asfixia, teniendo en cuenta que el sujeto se encuentra «cómodo» en éste, aunque sufra dentro de él y quisiera liberarse del mismo. Pero siente que no puede. ¿Cómo hacerle ver y sentir que sí puede intentarlo… y lograr, al menos,cierta tranquilidad?
Y, otro tema, relacionado pero distinto, ¿qué pasa cuando las expectativas paternas van combinadas con la «minusvaloración» del hijo? «No servís para nada», «sos un inútil» «no parecés hijo mío», «si yo me muero, no sabrías qué hacer», «yo me deslomo trabajando por ustedes, y ustedes son mis enemigos, que rompen todo, dejan siempre la luz prendida, etc. etc.» «Nunca hice nada malo a los demás, yo siempre me preocupo por hacer el bien a los demás, ustedes también tienen que hacerlo», e via dicendo.
Bon rétablissement!
Nologo
1- En primer lugar todo esto es más fácil en terapia, teniendo adelante un otro con el cual confrontar y convalidar la propia historia, sentimientos y pensamientos.
2- Con terapia o no, el presupuesto de todo cambio es sentir profundamente la necesidad de cambiar. Para eso lo que ayuda es percibir y descubrir, pliegue por pliegue, el horror de los mecanismos que nos encarcelan.
3- En algún momento esa toma de conciencia hace cocinar en su punto justo la decisión de cambiar.
4- ¿Cómo hacerle ver y sentir que sí puede intentarlo? Removiendo los obstáculos, pensamientos y expectativas que le sugieren a la persona que es imposible. Días atrás, tomando un café con un amigo, me dijo: «las personas no cambian», bueno, le dije, con ese pensamiento encima podés estar mil por ciento seguro que las personas no cambian. Esto es un mínimo ejemplo de algo que hay que poner en discusión adentro de uno. En terapia hay otros recursos…
5- En general somos como animales heridos, podemos parecer muy seguros y estructurados por afuera, pero cuando cae el telón del teatro de la vida cotidiana nos encontramos con ese perro callejero, lleno de póstulas, que todo el mundo ha pateado… y ahí lo que más sana y da ánimos de búsqueda y deseos de cambiar es el tibio encuentro con un otro… que me abrace… al menos anímicamente…. y por qué no… físicamente.
Una expectativa no adecuada genera SIEMPRE minusvaluración, si vos te buscás una regla grandotota para medir algo, cuando estás delante de lo que vas a medir te va a parecer chiquititísimo. Nadie usa una metro de carpintero para medir una célula, que apenas es macroscópica en algunos casos… ni nadie mide en años luz la distancia Bs. As. Mar del Plata…
Estoy convencido que en un primer momento la minusvaloración hay que usarla como un motor negativo que nos empuje a decir, aunque sea mi padre o madre, lo que este tipo dice «no es cierto» y ME (no «se», no a él) lo voy a demostrar… ME voy a demostrar que no es cierto «que no sirva para nada», y ME lo voy a demostrar con objetivos concretos y proporcionados a mis capacidades, no a SUS (las de él) expectativas. Esto en un primer momento…
Luego, con el tiempo, «Él» desaparece de mi configuración, y ya no le tenés que demostrar nada a nadie (aunque desde otro punto de vista siempre estemos rindiendo examen), ni siquiera a vos misma….