Desde antes de llegar a la adolescencia ya comencé con problemas relacionados con la alimentación. Tenía 12 años cuando vomité por primera vez, orgullosa de aquella decisión y convencida de que sería una técnica maravillosa para controlar mis ansias por comer sin ganar un gramo. Bienvenida al mundo de la perfección con trampas. No hacía daño a nadie ¿no? Poco tiempo después comenzaría, humillantemente delatada y obligada por mis padres, mi periplo por las consultas de psicólogos y psiquiatras. Entré en Sero y terapias cognitivo-conductuales, humanistas y Gestalt anduve danzando hasta que a los 27 años, afincada en Madrid, una psiquiatra especializada en trastornos de la alimentación me pautó un tratamiento que no solo me quitó las ganas de vomitar, sino también las de hacer cualquier otra cosa más que no fuera dormir. Aquí dato el primer gran paso para dejar de vomitar pero la causa subyacente a todos mis problemas parecía intacta. Ni el potente tratamiento ni la paciente psicóloga que indagaba en mis miedos pueriles desde una consulta de la capital española había conseguido erradicar el verdadero motivo de mis dolores más profundos. Llegaron más años, nuevos trabajos, nuevas y devastadoras relaciones de pareja y otros divanes, algunos de lo más variopinto, pero nada cambiaba demasiado. Vale que algo importante para mi salud física había acabado, sin embargo me sentía igual de vacía, incompleta y decepcionada que cuando tenía 12 años.
A pesar de mi incapacidad mental para poner los asuntos más primarios de mi vida en orden siempre he sido muy curiosa con los temas de la vida e indagando encontré, sin entonces saberlo, la solución que siempre había añorado. Digo sin saberlo porque a los 34 años y después de más de 15 años en distintas consultas de psicología, esta servidora creía que ya no había enfoque que se me resistiera. Lo mío no tenía solución. Muy equivocada estaba.
En febrero de 2018, encontré en Internet un artículo de Pisque y Eros que llamó poderosamente mi atención. Decidí escribirle a su creador, Eduardo Montoro, quien se presentaba de un modo innovador como psicólogo. Y llegó mi primera consulta con él, online, la primera en mi vida de esta tipología. Creo que Eduardo no necesitó más de 20 minutos para calarme. Lo que me dejaría caer en aquella primera sesión de valoración me caería como un jarro de agua helada pero qué importante fue aquella consulta en mi vida. Aquella y todas y cada una de las que vinieron después, no solo consultas, además largas conversaciones por whatsapp, a cualquier hora en la que siempre tenía respuesta.
¿Era la primera persona que realmente deseaba ayudarme y confiaba en mí? No, no lo era, y gracias a él pude saber que efectivamente había mucha gente dispuesta a ayudarme, sólo tenía que aprender a elegir desde un prisma más adecuado. Pero lo más revelador, fue descubrir hechos tan sanadores como el amor con el que me crié, el amor que me brindó mi madre, mi familia, el dolor que alberga todo aquel que hace daño, que la soledad es sólo una actitud del que no aún ha aprendido a sentir la impronta de quienes te han dado amor y respeto, y de lo importante que es saber quién eres y cuidar a ese niño interior herido, reencontrarte con él, abrazarlo y comprenderlo.
Año y medio ha pasado desde aquella primera sesión con Eduardo y puedo afirmar sin equivocarme, que mi vida nunca más volverá a ser la misma. En primer lugar, la relación con mi madre ha cambiado drásticamente, no hay rastro de aquella simbiosis
tóxica. Para mi madre ahora soy lo que siente: una persona adulta e independiente. Casi por arte de magia, no recuerdo momentos tristes de mi infancia, la miro con amor y así son los recuerdos que han despertado en mi mente. He aprendido a perdonar mis errores y a no depender de cómo de graves son para los demás, sino para mí. He aprendido a coger estos errores, mirarlos de cara y quedarme con la lección. También he aprendido a repetirlos por inercia y a volver al punto de partida donde hay paz y una vida repleta de placeres que están en uno mismo. Queda mucho trabajo pero la principal batalla está ganada. Y cualquier duda, cualquier sospecha de afloramiento de temores pasados, cojo el móvil y le escribo a Eduardo quien en menos de 5 minutos ya me ha ayudado a solucionarlo.
No podría afirmar si ha sido la psicología o Eduardo quien ha cambiado mi vida, pero sí puedo asegurar, emocionada, que cualquier forma de pensar viciada se puede cambiar. Que todo en tu vida cambia, perderás amigos incluso, pero lo que ganas, esa paz, esa voz que dentro de ti te dice “Vamos, siempre hay esperanza” es la filosofía de vida más valiosa que el ser humano puede tener.
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Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.