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“Que yo sea digno de Argentina”

En algún momento tenía que publicar esta bellísima página de Chesterton, y quise hacerlo para honrar el bicentenario. Muchos me dirán ¿qué tiene que ver el bicentenario con el orgullo? El patriotismo es una suerte de orgullo, según Chesterton, es el orgullo de querer consumar en sí mismo los ideales que un conjunto de hombres se impusieron, otrora, en una encrucijada de coordenadas espacio-geográfico-temporales, y que recibimos como herederos. El patrioterismo, según el mismo Chesterton, es atribuirse a sí mismo los méritos de estos hombres, como el mosquito que pretendía arar…, como algo ya adquirido, como algo ya consumado, y, que, en virtud de esta pertenencia, nos pone por encima de algún otro. Esa es la esencia del mal orgullo, apropiarse, atribuirse algo que no nos pertenece como si no fuese puro regalo, olvidándonos que el único mérito que podemos ostentar es el de no tener nada, pero esa nada que tenemos y que somos la podemos tensar hacia direcciones que alguien antes nos regaló, y, que, por lo mismo, es un don del que estamos orgullosos en la medida que sigamos escalando hacia él. La patria es el anillo más amplio de nuestra pertenencia, y, por tanto, de nuestra identidad. Nadie se des-patrifica sin, por lo mismo, perder algo de identidad. Hace unos días un amigo me decía ¡Que fácil es vivir en Argentina!, y paradójicamente él está viviendo en el primer mundo.  A él le va bien en lo económico, sin embargo, se quejaba, y con razón, de lo difícil que es vivir afuera… de la propia identidad. Todo se vuelve agresivo, el rumor incompresible de las personas de un restaurante, el modo de ser demasiado duro o demasiado blando de los nativos, el tener que conocer todo de nuevo, las palabras precisas, la historia de cada cosa, el gesto oportuno en el momento oportuno, el cómo ser educado y el cómo no serlo, la crítica que se vuelve automáticamente sospechosa por el solo hecho de ser extranjero, etc. Todo es agresión para el hombre fuera de su tierra, de su patria. Con ese mismo amigo discutíamos una vez sobre una nimiedad, ¿por qué hacen falta reyes para poder contar un buen cuento? Nadie puede empezar un buen cuento diciendo: Había una vez un Presidente… o Había una vez un Primer Ministro… No señores un buen cuento se comienza diciendo: Había una vez un Rey… Necesitamos que el protagonista sea Señor de su tierra, que su tierra sea continuación de sí mismo, que sintonice con ella y se estremezca con ella. Y eso es puro don, puro regalo, se es Rey por pura casualidad genética, se es Señor de la propia tierra honrando ese don, estando tenso respecto de ese don, reverenciando ese don… porque simplemente es el molde amplio de pertenencia donde Dios quiso verter el cemento constitutivo acuoso y líquido de nuestra libertad… y es ahí donde deberá fraguar ese derrame primigenio, si queremos encontrar la sintonía exacta de la primigenia alquimia de nuestro ser, derramada ahí… por el Gran Alquimista.

Si tuviera que predicar un solo sermón…

Si tuviera que predicar un solo sermón, sería contra el orgullo. Cuanto más veo lo que ocurre en esta vida, y especialmente en la vida moderna, práctica y experimental, más me convenzo de la realidad de las antiguas tesis religiosas: que todo el mal comenzó con una tenden-cia a la superioridad; en un momento en que, bien se podría argumentar, el cielo se partió como un espejo porque hubo un gesto despectivo en el Paraíso.
Lo primero que debemos notar cuando consideramos esta idea es algo curioso. De todas las ideas semejantes, es la que generalmente se descarta más en teoría y la que universalmente se acepta más en la práctica. Los hombres modernos imaginan que tal idea teológica está muy alejada de ellos; y, presentada como idea teológica, probablemente esté alejada de ellos. Pero realmente está muy cerca de ellos para que la reconozcan. Forma parte de sus mentes, de sus instintos, de su moral, casi podría decir de sus cuerpos, de una manera tan completa, que la dan por supuesta y actúan impulsados por ella aun antes de pensar en ella. Es la idea moral más popular y no obstante es casi enteramente desconocida como idea moral. Ninguna verdad es ahora tan poco conocida como verdad, ni tan conocida como hecho.
Hagamos que el hecho atraviese una prueba trivial pero no por eso desagradable. Supongamos que el lector o el escritor (preferiblemente) va a un bar o a cualquier lugar público de intercambio social; un subterráneo o un autobús pueden servir lo mismo, salvo que en contadas oportunidades permiten un intercambio tan largo y filosófico como la antigua taberna.
De todas maneras, supongamos cualquier lugar donde se reúnen personas diversas pero comunes; en su mayoría pobres, porque la mayoría es pobre, algunos en situación económica más o menos cómoda, pero más bien del tipo mal llamado simple; un puñado de seres humanos del término medio.
Supongamos que el investigador, acercándose amablemente a este grupo, inicia la conversación de una manera simpática diciendo: «Los teólogos opinan que lo que dislocó el plano providencial y frustró la alegría y la consumación del cosmos fue que una de las inteligencias angélicas superiores trató de convertirse en el objeto supremo de la adoración, en lugar de encontrar su alegría natural en adorar.» Después de hacer estas observaciones, el investigador mirará a la concurrencia, con esperanza y satisfacción, esperando la corroboración, al tiempo que solicita algunas bebidas que correspondan al lugar y a la hora, o quizás ofrezca cigarrillos y cigarros a todos los presentes, para fortificarlos contra el esfuerzo.
En cualquier caso podemos admitir, correctamente, que tal concurrencia tendrá que hacer algún esfuerzo para aceptar la fórmula tal como la hemos visto. Sus comentarios probablemente serán desarticulados y desconectados, ya adquieran la forma de «Lorlume» (hermoso pensamiento, aunque un tanto oculto por la pronunciación), o bien «Gorblimme» (imagen más sombría pero afortunadamente más oscura), o simplemente la poco afectada forma de «caramba»; declaración completamente libre de toda enseñanza doctrinal y sectaria, como es nuestra educación estatal obligatoria. Resumiendo, quien intente exponer esta teoría como tal al común de la población, sin dudarlo descubrirá que está hablando un idioma desconocido. Aunque exponga el tema en su forma simple, diciendo que el orgullo es el peor de los siete pecados capitales, sólo producirá la impresión vaga y un tanto desfavorable de que está dando un sermón. Pero sólo está predicando lo que todos los demás ya practican, o al menos lo que todos desean que los demás practiquen.
Dejemos al investigador científico que cultive la paciencia de la ciencia. Dejemos que se demore -o por lo menos, que yo lo haga- en el lugar de entretenimiento público, cualquiera que éste sea y tome nota cuidadosamente (de ser necesario, en un cuaderno) de la manera como los seres humanos comunes hablan unos de otros, realmente. Dado que es un investigador científico con un cuaderno de notas, es muy probable que nunca antes haya visto a los seres humanos comunes. Pero, si escucha con atención, observará cierto tono que se adopta al hablar de los amigos, de los enemigos, de los conocidos; un tono que, en suma, es honrosamene cordial y considerado, aunque no carente de simpatías y antipatías. Escuchará abundantes alusiones, que a veces lo dejarán asombrado, a las famosas debilidades del viejo Jorge; mas también escuchará muchas disculpas y cierto orgullo generoso al admitir que el viejo Jorge es todo un caballero cuando está bebido, o que le contestó oportunamente al vigilante. Algún idiota célebre, que siempre está descubriendo ganadores que jamás ganan, será tratado con un desprecio casi cariñoso; y especialmente entre los pobres, notará un patetismo verdaderamente cristiano cuando se refieren a aquellos que han tenido «inconvenientes» por hábitos como el robo o el crimen me-nor.
Y mientras todas estas personas extrañas son convocadas como fantasmas, por mediación del chismorreo, el investigador gradualmente se formará la impresión de que estos hombres comunes sienten aversión por una clase de hombre, quizás sólo una clase, tal vez un solo hombre. Las voces adquieren un tono muy diferente cuando hablan de él; se endurecen, se solidifican en la desaprobación y se nota que el aire se enfría. Y todo esto resultará muy extraño porque, según las corrientes modernas de acción social o antisocial en boga, no será nada fácil decir por qué ese hombre es un monstruo tal; o qué es exactamente lo que le ocurre. Sólo se insinuará de manera peculiar que hay un caballero que erróneamente está convencido de que la calle le pertenece; o, a veces, que el mundo le pertenece; entonces, uno de los críticos sociales dirá: «Viene aquí y se cree Dios todopoderoso.» Entonces el investigador científico cerrará su cuaderno de notas con un golpecito y se retirará de la escena, posiblemente después de pagar las copas que puede haber bebido por la causa de la ciencia social. Logró lo que quería. Intelectualmente, ha sido justificado. El hombre de la taberna ha repetido precisamente, palabra por palabra, la fórmula teológica que define a Satanás.
El orgullo es un veneno tan fuerte que no sólo envenena las virtudes; también a los otros vicios. Eso es lo que sienten los pobres hombres de los bares cuando toleran al borracho, al jugador y hasta al ladrón, mas sienten que hay algo endemoniadamente malo en el hombre que pretende parecerse a Dios todopoderoso. Y todos sabemos que el pecado de orgullo tiene el curioso efecto de congelar y de endurecer los demás pecados.
Un hombre puede ser muy susceptible y algo libertino en temas sexuales, puede desgastarse en pasiones pasajeras y sin valor, dañando su alma; pero conserva algo que hace que la amistad con su propio sexo sea posible y hasta leal y satisfactoria. Pero en cuanto ese hombre considera su propia debilidad como una fuerza, entonces cambiará completamente. Será el «matador de mujeres»; el más bestial de todos; el hombre a quien su propio sexo casi siempre tiene el saludable instinto de odiar y despreciar.
Un hombre puede ser naturalmente perezoso y un poco irresponsable; puede desatender muchos deberes por descuido, y sus amigos pueden comprenderlo, mientras sea un descuido realmente descuidado. Pero es el Diablo cuando se convierte en un descuido cuidadoso.
Es el Diablo y todo lo demás cuando se convierte en un bohemio premeditado y consciente de sí mismo, que pide en su gorra por principio, que roba a la sociedad en nombre de su propio genio (o mejor, de su propio convencimiento de su propio genio), que impone impuestos al mundo como un rey con el argumento de que es un poeta, y desprecia a hombres mejores que él, que trabajan para que él gaste. No es una metáfora decir que es el Diablo y todo. Por la misma antigua y hermosa fórmula religiosa, es todo del Diablo.
Podríamos recorrer un sinnúmero de tipos sociales que ilustran la misma verdad espiritual. Sería sencillo señalar que hasta el avaro que está avergonzado medianamente de su locura es un tipo más humano y más simpático que el millonario que se jacta y alardea de su avaricia y la llama cordura, sencillez y vida activa. Sería fácil señalar que hasta la cobardía, como simple colapso nervioso, es mejor que la cobardía como ideal y teoría del intelecto; y que una persona verdaderamente imaginativa sentirá más simpatía por los hombres que, como el ganado, se rinden a lo que saben, que la que pueden sentir por cierta clase particular de pedante que predica algo que él llama paz. Los hombres odian la pedantería porque es la forma más árida del orgullo.
Así, existe una paradoja en toda actitud. Se dejó de lado la idea espiritual del mal del orgullo, especialmente el orgullo espiritual, por ser parte del misticismo innecesario a la moral moderna, que debe ser puramente social y práctica. Y en verdad, esa idea es especialmente ne-cesaria, porque la moral es social y práctica. Suponiendo que no necesitáramos cuidarnos de nada, salvo de hacer felices a las demás personas, esto es precisamente lo que los hará desdichados. La causa práctica contra el orgullo, como fuente de malestar y discordia social, de ser posible, es más evidente en sí misma que la causa más mística contra él, en tanto exalta al yo contra el alma del mundo. Y no obstante, aunque esto se ve en todos los aspectos de la vida moderna, muy poco se dice de esto en la literatura moderna y en la teoría ética. Realmente, buena parte de la literatura y de la moral modernas podrían haber nacido especialmente para animar el orgullo espiritual.
Veintenas de escribientes y de sabios están muy ocupados escribiendo sobre la importancia de la cultura y de la comprensión de uno mismo; sobre cómo debe enseñarse al niño a desarrollar su personalidad (sea ello lo que fuere); sobre cómo cada hombre debe dedicarse al éxito y cada hombre que ha logrado el éxito debe dedicarse a desarrollar su personalidad magnética y dominante; sobre cómo cada hombre puede convertirse en un superhombre (a través de un curso por correspondencia) o, en el tipo de ficción más sofisticada y artística, cómo un superhombre superior en particular puede aprender a despreciar a la simple multitud de superhombres comunes, que forman la población de ese mundo particular. La teoría moderna, en su conjunto, tiende a fomentar el egoísmo. Pero no debemos alarmarnos por eso. La práctica moderna, como es exactamente igual a la antigua, sigue desaprobándolo con entusiasmo. El hombre de la personalidad fuerte y magnética sigue siendo el hombre a quien todos los que lo conocen desean calurosamente sacar a puntapiés del club. El hombre que se encuentra en un estado agudo de comprensión de sí mismo no es más agradable en el club que en el bar. Hasta el club más ilustrado y científico puede adivinarle la intención a un superhombre, y comprender que se ha convertido en alguien muy «pesado». Es en la práctica donde la filosofía del orgullo se hace añicos, por la prueba de los instintos morales de un hombre dondequiera se reúnan dos o tres; y la simple experiencia de la humanidad moderna responde a la herejía moderna.
Realmente, hay otra experiencia práctica, por todos conocida, más pujante y vívida que la falta de popularidad del matasiete y del tonto presuntuoso. Sabemos que existe algo llamado egoísmo, que es mucho más profundo que el egotismo. De todas las enfermedades espirituales, es la más intangible y la más intolerable. Se dice que está unida a la histeria; a veces, parece ser una cualidad de los poseídos por los demonios. Es esa condición en la cual la víctima hace millares de cosas diferentes, impulsada por un motivo invariable de una vanidad devoradora; y está de mal humor o sonríe, calumnia o elogia, conspira e intriga, o se queda quieta y no hace nada, todo en una vigilia permanente, que observa el efecto social de una sola persona.
Me deja mudo que en el mundo moderno, que habla irrespetuosamente de psicología y de sociología, de la tiranía con que nos amenazan unos pocos infantes de mente débil, de envenenamiento alcohólico y del tratamiento de los neuróticos, de medio millar de cosas que están en torno al tema, mas nunca en el centro; me deja mudo, repito, que estos modernos tengan tan poco que decir de una condición moral que envenena a casi todas las familias y a casi todos los círculos de amigos. Casi no hay ningún psicólogo que tenga algo que decir del tema, que resulte tan ilustrativo como la exactitud literal de la antigua máxima del sacerdote: que el orgullo es del Infierno. Pues en estas palabras antiguas hay algo poderosamente vívido y aterradoramente exacto en lo que se refiere a esta locura en su peor aspecto, que la hace más apta que ninguna otra. Y como digo, los cultos se dispersan en discursos sobre la bebida o el tabaco, sobre la iniquidad de los vasos de vino o el increíble carácter de los bares. La obra más injusta de este mundo no está simbolizada por un vaso de vino sino por un espejo; y no se realiza en las tabernas, sino en la más privada de todas las casas: una casa de espejos.
Quizás no se dé a esta frase la interpretación correcta; pero comenzaría mi sermón diciendo a la gente que no se divierta. Les diría que disfrutaran los bailes, la representaciones teatrales, los paseos, el champaña y las ostras, el jazz y los tragos largos y los clubes nocturnos, si no pueden disfrutar de nada mejor; que disfruten de la bigamia, del robo y de cualquier delito si lo prefieren a la otra alternativa; pero que nunca aprendan a gozar de ellos mismos. Los seres humanos son felices mientras conservan el poder receptivo y el poder de reaccionar con sorpresa y gratitud a algo exterior. Mientras posean esto, tienen, como siempre lo han dicho los más grandes genios, ese algo que está presente en la niñez y que puede preservar y vigorizar la virilidad. En cuanto el yo interior se siente conscientemente como algo superior a cualquiera de los dones, o a cualquiera de las aventuras de que puede disfrutar, aparece una especie de melindrería que se devora a sí misma y un desencanto por anticipado, que cumple con todos los emblemas infernales del ser y de la desesperación.
Fácilmente pueden surgir complicaciones en un debate como éste. Esas dificultades surgen del accidente de que las palabras se usan con distintos significados; y a veces, no sólo distintos sino también contradictorios. Por ejemplo, cuando decimos que alguien «está orgulloso» de algo, un hombre de su esposa, o un pueblo de sus héroes, en realidad queremos decir algo que es lo opuesto a orgullo. Pues el hombre piensa que se necesita algo fuera de él mismo para darle más gloria; y esa gloria se recibe en realidad como un don. De la misma manera, la palabra resultará engañosa si digo que el elemento peor y más depresivo, entre los elementos mezclados del presente y del futuro inmediatos, me parece que es un elemento de descaro. Pues hay un tipo de descaro que a todos les resulta divertido y hasta fortificante; tal como el descaro del chiquillo de la calle. Pero, en este caso, otra vez, las circunstancias quitan al asunto su verdadero carácter. Esa cualidad que comúnmente llamamos «tupé» no es una afirmación de superioridad, sino más bien un intento descarado de equilibrar la inferioridad.
Cuando nos acercamos a un noble muy poderoso y muy rico, y graciosamente le inclinamos el sombrero sobre los ojos (como acostumbramos), no sugerimos que nosotros mismos estamos por encima de todas las tonterías humanas, sino por el contrario, que somos capaces de ellas, y que él también debiera tener una experiencia de ellas más amplia y rica. Cuando a un duque de sangre real le damos un suave puñetazo en el chaleco, como una broma, no nos estamos tomando demasiado en serio, sino, quizás, no lo tomamos a él demasiado en se-rio, como comúnmente se piensa que debe ser. Este tipo de descaro puede quedar abierto a la crítica y sin duda resulta peligroso. Pero existe un tipo de descaro agresivo intelectual, que en verdad se trata a sí mismo como si fuera intangible a la réplica y al juicio ajeno; y entre las nuevas generaciones y los nuevos movimiento sociales hay muchos que caen en esta debilidad fundamental. Es una debilidad, pues establece simplemente de manera permanente el creer en lo que aun los vanos y los tontos sólo pueden creer a tontas y a locas, pero en lo que todos los hombres desean creer y a menudo son demasiado débiles para creer: que ellos mismos constituyen la norma suprema de las cosas. El orgullo consiste en que un hombre hace de su personalidad la única prueba, en lugar de hacer que la verdad sea la prueba. No es orgullo querer hacer las cosas bien, o aun querer lucir bien, de acuerdo con una prueba verdadera. Es orgullo creer que algo luce mal porque no luce como algo característico de uno mismo.
Ahora bien, en el oscurecimiento general de las normas claras y abstractas, existe hoy una tendencia marcada: cualquier muchacho (o muchacha) puede caer en esa prueba personal, simplemente porque carece de una prueba personal digna de confianza. Al no haber una norma segura para que el yo se adapte a ella, todas las normas deben adaptarse al yo. Pero el yo, en cuanto yo, es algo muy pequeño y a veces muy semejante a un accidente. De ahí surge una nueva clase de estrechez, que existe especialmente en aquellos que se jactan de su amplitud. El escéptico se siente demasiado grande para medir la vida por las cosas más grandes; y termina por medirla por la más pequeña de todas. Ahí se produce también una especie de osificación subconsciente, que endurece la mente no sólo contra las tradiciones del pasado, sino hasta contra las sorpresas del futuro. Nil admirari se convierte en el lema de todos los nihilistas; y termina, en el sentido más amplio y exacto, en nada.
Si tuviera que predicar un solo sermón, sin duda no podría terminarlo honrosamente sin declarar cuál es, a mi entender, la sal y la salvaguardia de todas estas cosas. Es sólo una entre las miles de cosas en que descubrí que tiene razón la Iglesia católica, mientras que el mundo entero tiende perpetuamente a estar equivocado; y sin su testimonio creo que este secreto, que es al mismo tiempo un sano juicio y una sutileza, quedaría casi totalmente olvidado de los hombres. Yo sé que apenas había tenido noticias de la humildad positiva hasta que me encontré dentro del alcance de la influencia católica; y hasta lo que más amo -la libertad y la poesía de la isla de Inglaterra-, en relación con esto, había perdido el camino y estaba envuelta en una niebla de autoengaño.
Realmente no hay mejor ejemplo de la definición del orgullo que la definición de patriotismo. Es el más noble de todos los afectos naturales, exactamente mientras consista en decir: «Que yo sea digno de Inglaterra.»
El comienzo de una de las formas más ciegas del fariseísmo es cuando el patriota se contenta con decir: «Soy inglés.» Y no puedo considerar un accidente que el patriota generalmente haya visto la bandera como una llama en una visión, más allá y mejor que él mismo, en países de tradición católica como Francia, Polonia o Irlanda; y se haya quedado fijo en esa herejía de admirar simplemente su propia casta y su tipo hereditario, y a él mismo como parte de todo eso, en los lugares más remoto que no comparten esa religión, sea Berlín o Belfast.
En suma, si tuviera que predicar sólo un sermón, sería uno que seguramente irritaría profundamente a la congregación al hacerle notar el desafío permanente de la Iglesia. Si tuviera que predicar sólo un sermón, tendría la absoluta seguridad de que no me pedirían que dijera otro.

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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