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Premisa

 
                                                                                por el R.P. Dr. CORNELIO FABRO**
 
La realidad de la libertad, aún antes de ser un problema, es la primera experiencia que ha tenido el hombre desde la antigüedad: con todo, el problema de la libertad parece que no ha sido todavía resuelto; más exactamente el haberlo hecho un problema, o haberlo subordinado al pensamiento, o sea, al volver dependiente aquello que de por sí, por naturaleza, debe ser independiente, es lo que ha arrojado la libertad, la realidad primera de la libertad, a merced de las aporías. ¿Es posible escapar de este laberinto? Aquello que como nada exalta el hombre de la libertad y que como nada lo ha estrechado y continúa estrechándole en las cadenas del condicionamiento de los fenómenos, es la libertad misma; no tanto la libertad como pura forma de ser de lo humano, cuanto sobre todo el modo de entenderla y consecuentemente aquel de ejercitarla. Se puede decir que la libertad es la aurora de la gloria del ser del hombre, aunque deba agregarse que ¡hinc incipit tragoedia hominis!.
 
Ya con la primera filosofía griega, o sea con el primer afirmarse del logos, de la emergencia del hombre sobre la fuvsi» (physis), comienza la paradoja que cuanto más el hombre intenta acercar la libertad a la reflexión tanto más ella se aleja porque es propio de la razón el sujetarla con las tenazas de la necesidad -Heidegger dirá: con la exigencia de verdad como «certeza» (Gewissheit)-. En este atraerse y rechazarse entre razón y libertad, está todo el conflicto, como lo exige la realidad misma del hombre en el transcurrir de su historia, en el subir y caer de la periodicidad del eterno retorno del semejante: un comenzar para terminar, un nacer para morir. Debemos al profundo Anaxágoras, que Aristóteles llamó «sabio y prudente» (1141 b 3), haber asignado la libertad «como obra de la vida teorética» (A 29 – II 13, 11); y Aristóteles mismo lo sigue también aquí, como lo ha seguido en el descubrimiento del Noüu'» (Nous), cuando al inicio de la Metafísica afirma que «de todas las ciencias la única libre es la filosofía» (982 b 25-28). A partir de aquí el destino de la libertad parece marcado para siempre: la humanidad quedará dividida para siempre en libres y esclavos, en aquellos que por la fuerza de la razón pueden obrar por sí, por sus propios fines, y aquellos que pueden aplicarse solamente al trabajo material, para ventaja de los primeros. Si trasladamos la consideración desde el plano aristocrático del pensamiento griego al plano pragmático de la política, también de la contemporánea, la separación entre la clase dominante y aquella dominada -obrando como tensión entre naciones y grupo de naciones- no sólo no  fue superada, más aún se fue agrandando gracias, o más bien por desgracia, a las armas nucleares y químicas, en una inminente amenaza de proporciones apocalípticas.
 
El pensamiento moderno, como se sabe, es la apoteosis de la libertad como esencia y vida de la razón, la que se ha vuelto más autónoma con el afirmarse de la ciencia moderna: lo que es decir -para recordar todavía la diagnosis de Heidegger- con la identificación de verdad y certeza; la certeza ya no se refiere, simplemente, a la reflexión (sea intuición o abstracción) de la experiencia común de la vida cotidiana, sino que nace y se sostiene con el cálculo matemático aplicado al experimento. El conocimiento es verdadero solamente a condición de un «discurso del método» que tiene su paradigma en el principio de identidad del pensamiento con sí mismo (el cogito). Esto no es un mero retorno al intelectualismo griego; lo es de hecho como afirmación de la confianza incondicionada en la razón, la cual celebra sus triunfos con los resultados éclatants del análisis matemático y de los experimentos «producidos» con las destrezas – instrumentación y proyección- específicas y propias de toda ciencia. El abismo entre la paralización de la filosofía (la metafísica) y los continuos progresos de la ciencia ha llevado, como se sabe, a la Kritik der reinen  Vernunft de Kant que tenía el objetivo de recuperar y colocar en su puesto real los tres pilares de la metafísica: Dios, la libertad y la inmortalidad como objetos de la «fe racional» (B XXX), y dejar a un lado al «materialismo, fatalismo, ateísmo, de la incredulidad iluminística, del fanatismo y de la superstición junto  al idealismo » (B XXXV). Por primera vez la libertad, al menos su apariencia, como función de la razón práctica, obtenía su autonomía pero tomaba el comando en el fundarse de la vida humana en virtud del «imperativo categórico» que la realiza. Pero se trata todavía, al menos por cuanto Kant deja entrever, de una libertad aristocrática o sea reservada a una élite, aquella que está en grado de advertir y seguir dicho imperativo, cuya sublimidad es semejante a la de los cielos estelares. Sobre esta ruta, aunque por caminos diversos, viajan las interminables investigaciones de Fichte que es el «clásico de la libertad» en la edad moderna, y las geniales Investigaciones filosóficas sobre la libertad humana de Schelling, comentadas por su parte por el viejo Heidegger (1971).
 
Pero Heidegger, si no he leído mal, no se ha dado cuenta o no le importaba subrayar la revolución o el cambio de ruta del último Hegel, del cual no he encontrado huellas -en el preciso contexto que ahora transcribiré y al cual me referiré pronto y muchas veces en las siguientes «Reflexiones sobre la Libertad«- ni en Kant, Fichte o Schelling. El texto más completo y el  contexto más preciso parece ser aquel de la Enciclopedia: la libertad muestra al mismo tiempo la esencia y el vértice del hombre como espíritu (Geist), o sea como elevación de la voluntad a la realidad absoluta de la Idea. En cuanto a esto se podría decir que él ha hecho su inicio (Anfang) y su punto de orientación (Ansatzpunkt) del mismo modo que su más encarnizado adversario, que ha sido Kierkegaard, el fundador del existencialismo teológico. Para Hegel, de hecho, la idea de una libertad universal no es muy antigua en la historia de la humanidad: como cualidad, o sea la cualidad característica de todo hombre, ella ha entrado en el mundo recién con el Cristianismo, según el cual -explica Hegel-, «el individuo (el singular) fue creado a imagen de Dios, tiene un valor infinito y está destinado por tanto a tener una relación directa con Dios como espíritu» (Encicl. 482). Como complemento de esta declaración, la cual (tal vez) ha empujado a Croce a escribir, pero en sentido opuesto a aquel sugerido por Hegel : «Por qué no podemos no llamarnos cristianos», podemos agregar que parece moverse bajo el influjo de Hegel también el texto más incisivo  de Kirkegaard sobre la fundación de la libertad en la Omnipotencia de Dios, al cual también retornaremos muchas veces en estas reflexiones.
 
Al remontarse Hegel al contexto bíblico de la creación del hombre como espíritu por ser creado a imagen de Dios (Gn. 1,27), a modo de referencia existencial para la fundación de la libertad humana, estaba en consonancia con toda la tradición cristiana. Si miramos a Santo Tomás, que es uno de los principales protagonistas de las  siguientes  reflexiones, él apela expresamente a San Juan Damasceno justamente al comienzo, esto es en el «Prólogo» a su moral general:
…Sicut Damascenus dicit,  homo factus ad imaginem Dei dicitur, secundum quod per imaginem significatur intellectuale et arbitrio liberum et per se potestativum; postquam praedictum est de exemplari, scilicet de Deo, et de his quae processerunt ex divina potestate secundum eius voluntatem; restat ut consideremus de eius imagine, idest de homine, secundum quod et ipse est suorum operum principium, quasi liberum arbitrium habens et suorum operum  potestatem (Iª – II, Prologus).
 
El Damasceno es más pintoresco, porque adhiere más al texto bíblico (P. G.94, col 920 b), y lo leemos en la transparente versión latina de Burgundio de Pisa seguida por el Aquinate:
Quia vero  haec ita se habebant, ex visibili et invisibili natura condidit hominem:  ex terra quidem corpus plasmans, animam autem rationalem et intelligibilem per familiarem insufflationem dans ei quod utique divinam imaginem dicimus. Nam quidem  secundum imaginem, intellectuale significat et arbitri liberum; quod autem «secundum similitudinem «, virtutis  secundum quod homini  possibile est similitudinem (De fide orthodoxa, c. 26; ed. M. Buytaert, p. 113, 11. 19-26).
 
Los dos textos, más pintoresco aquel patrístico y más conciso aquel tomista, se mueven e indican -sin agotarla todavía (¿y cómo podían?)- la originalidad primaria de la libertad como creatividad participada: acto puro de emergencia del YO en la estructura existencial del sujeto como persona.
 
Se invierte, por tanto, el horizonte operativo de la libertad respecto de aquel clásico, o sea es elevado desde su inmersión en la función racional de «comandos» atribuida, propiamente desde Anaxágora al intelecto (i[vna kratei’), hasta la emergencia de la responsabilidad en la  cual cada uno, poco o bien dotado, poco o muy inteligente… se reconoce en el propio yo. Es decir -y es el significado fundante que puede tener la libertad como creatividad participada- que la libertad es aquella propiedad del hombre gracias a la cual alguna cosa que podía no ser ni suceder, en cambio sucede y es; y al mismo tiempo alguna cosa que podía ser o suceder, no es ni sucede. La esencia creativa de la libertad está en aquel «puede» cuya verdad no se encuentra en un concepto ni en un juicio y ni siquiera en un razonamiento de la mente, sino que está en la «posición de sí» en virtud de la cual está en grado de mover, o sea, de retener o arrojar, de recibir o empujar, de amar o de odiar…, aquello y solamente aquello que el hombre quiere admitir al interno de la propia vida. De hecho en este proyecto, para usar la terminología de Kierkegaard, confluyen y obran -tocándose siempre pero sin identificarse- el «eso» (havd) y el «como» (hvorledes).
 
Es verdad que en la esfera cognoscitiva los dos son llamados a comparecer porque la vida no es, al menos no debería ser, un juego a ciegas sino un esfuerzo por afrontar el dilema del sentido de la vida y de la muerte: pero llamar a comparecer a la entera constelación del conocimiento, de las tendencias, de las pasiones, o sea el interno nudo de la subjetividad que se constituye, es obra de la voluntad y elección de la libertad. El imperio de la vida, en cuanto esta tiene dignidad humana y no solamente discierne el bien del mal sino tambien lo verdadero de lo falso, nace, se acompaña y se realiza en la voluntad con el movimiento -que es solum suyo- de la elección o decisión de nuestro arbitrio que se dice por tanto libre. En cuanto a esto ya el joven bachiller estaba convencido clara y firmemente, y aún antes, el aspirante a novicio dominico fue firmísimo cuando arrojó con el tizón ardiente la hechicera y fascinante tentadora («pulcherrima», dicen los primeros biógrafos) en el castillo paterno de Monte S. Giovanni Campano, donde todavía se ve en la parte del cuarto que los familiares habían transformado en cárcel, la representación realista del suceso. Así, hecho tal vez único en cuanto a unidad de desarrollo en la historia del pensamiento, el Aquinate usa siempre la misma formula de esta emergencia dinámica del querer: «intelligo quia volo«.
 
En este viraje decisivo el Aquinate no dejaba a Aristóteles sino que venía en auxilio de la duda o incerteza del Filósofo: la libertad es acto del intelecto o de la voluntad? Ella es de los dos: ciertamente es indispensable la obra del intelecto para asomarse al proyecto de la existencia; pero mover a esto y decidir sobre esto es obra, sobre todo y ante todo, de la voluntad. El evangelista Lucas presenta en su Evangelio (1,26 ss) el Anuncio hecho a María como acto de libertad: sea de parte de Dios que manda un Ángel a pedir el consenso de la humilde joven, sea de parte de María la cual, aunque sumergida en la luz de la aparición celestial y estupefacta por la propuesta, pide garantía, y solamente después de haberla obtenido da su consentimiento (cf. Lc 1,26-38). El mismo Lucas, en el relato dramático de la conversión de su Maestro de perseguidor de la Iglesia a Apóstol y doctor por excelencia de la misma, según San Juan Crisóstomo, la presenta como una contienda y acuerdo de libertad entre la predestinación de Dios y el consenso del hombre.  Es prueba de esto el diálogo de Cristo con el joven y ardoroso rabino, caído de su caballo en tierra por el ímpetu de una luz vehemente, camino a Damasco, donde se dirigía «furioso de amenaza y muerte» para aniquilar los fugitivos cristianos. Al Personaje que le reprochaba: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?», Pablo, antes de cambiar ruta y convertirse en Apóstol de los paganos, aterrorizado en su cuerpo pero no domado en el espíritu, pregunta osadamente: «¿Quién eres Señor?». Y solamente después que Cristo declaró, que era aquel a quien él estaba persiguiendo en sus creyentes y que no lo habría de vencer, la vehemencia de la violencia se transforma en docilidad de la obediencia: «Señor, que quieres que yo haga?» (He. 9, 1-5). Una llamada extraordinaria también ésta de la conversión del apóstol, como había sido aquella del anuncio a María: era una llamada de lo Alto también ésta y un consentimiento que era un riesgo supremo de la libertad para uno y otro, como ha visto claramente la tradición cristiana, la que ha encontrado un eco profundo tambien en Kierkegaard, «poeta y teólogo de la Anunciación».
 
No todas las vocaciones a la libertad, por medio de la obediencia al Absoluto, han tenido el éxito que tuvo la elección de María y de Pablo; y aun antes que ellos -en un plano inferior aunque no por esto no auténtico y revelador de la infinitud creativa y participada de la libertad del hombre- tenemos el testimonio, llevado hasta el sacrificio de la vida, de los contestatarios a los tiranos en Grecia y en Roma: aquí la contestación extrema por la libertad del hombre en la ciudad, alli por la liberación del alma del pecado.
 
Después de la venida de Cristo es esta libertad la que únicamente cuenta para el hombre espiritual y que será llamada a comparecer en el juicio final; Sócrates y Epíteto antes de Cristo, yaciendo a la muerte y a la esclavitud, habían proclamado, con el sacrificio de la libertad en esta vida visible, la supremacía de aquella invisible que habita y debe habitar en lo íntimo de cada uno. Pero el mundo moderno -como fue mostrado con la indicación de Heidegger sobre «el olvido del esse», en la identificación o juego de intercambiable vaciamiento de esencia y existencia– a rechazado la invocación a la libertad del mundo clásico y la realidad de la liberación ofrecida a todo hombre de parte del Hombre-Dios. La recuperación cristiana de la libertad -sorprendente, así como también ambigua de parte de Hegel- no ha podido impedir, sino mas bien ha contribuido, de modo decisivo, a hacer precipitar la situación empujando a Feuerbach y a la izquierda hegeliana a unir la conciencia con la finitud. Así la afirmación del Yo se transformaba solidaria con la expulsión de Dios, y la realización del nuevo mesianismo venía trasnsferida, según el mismo Hegel, a las naciones germánicas. Además, una vez que se pone y se resuelve el ser en el actuarse de la conciencia, que es en el fondo (sobre el plano teorético) la identidad de esencia y existencia de la Escolástica que llega hasta nuestros días, -esto es repitamos con Heidegger, la identidad de Was (esencia) y Dass (hecho)-, no queda más que el suceder como el presentarse de los eventos (tiempo) que se imponen; y la libertad -que Heidegger llama apertura, aperturabilidad…- precede y constituye la verdad. Y la verdad es la historia en su transcurrir: por esto de la parte del más fuerte. El pensamiento moderno presenta dos salidas radicales que después terminan por unirse y coincidir: la afirmación que «Dios ha muerto» de  Nietzsche y la afirmación del principio de un Führer como portador de la «voluntad de poder, teorizada también en Nietzsche y retomada en Heidegger el cual ha esclarecido con extraordinaria lucidez el sentido del rechazo que el hombre moderno hace del cristianismo, calificado como «degeneración del platonismo» (Abart des Platonismus), o sea un «platonismo para el pueblo» por la distinción (superposición) de un mundo ideal por sobre aquel de la naturaleza (Nietzsche, II, 543), o sea del Dios cristiano por sobre la naturaleza.
 
El Nihilismo «quiere» ser la última palabra de la filosofía. Así como Prometeo está ligado por Júpiter a la piedra y picoteado por un buitre a causa de su arrogancia; así como Caín está errante sobre la tierra por su fraticidio y lleva en la frente el signo de la maldición divina; así el hombre, en el mundo moderno, ha caído en la insignificancia y la desesperación y no logra encontrar -como Ulises- la vía del regreso. Permanece todavía la posibilidad de encontrarla, pero per oppositam viam. «Este camino lleva a Londres?» es la hipotiposis que Kierkegaard pone al principio y casi al final del camino espiritual confiado en su Diario. «Sí», responde: «por qué entonces tomáis la dirección opuesta?». Tal es, por tanto, la tarea de la libertad cual realidad de posibilidad in utramque partem que se propone a cada instante, que se ofrece a todo individuo (Singolo) capaz de vencer todo obstáculo y de romper todo vínculo: basta que el hombre lo quiera.
 
Pero quererlo no es tarea de la filosofía, sino que pertenece al riesgo de una elección que no se hace con sonido de palabras ni con la alquimia de conceptos, sino con el sacrificio (Optfer, diría Heidegger) de amor y el ímpetu de la acción.
 
Así, y no de otro modo, se puede atestiguar aquella libertad de la verdad que es la verdad de la libertad de la cuál hemos partido: a ella miran las siguientes reflexiones en forma de humildes propuestas, no como puerto de llegada sino como punto de partida para poder escapar al remolino incumbente de la nada y disipar las densas sombras del enigma de la muerte.


     * Introducción a una serie de artículos recopilados en «Riflessioni sulla libertà», Maggioli Editore, Rimini, 1983.
     ** El R.P. Cornelio Fabro es doctor en filosofía y teología. Ha realizado estudios de ciencias biológicas y psicológicas en las universidades de Padua, Roma y en la Estación Zoológica de Nápoles. Fundó en 1959 el primer instituto europeo de historia del ateísmo. Sus investigaciones se centran especialmente en la fenomenología del conocer en las corrientes actuales del pensamiento europeo y en la nueva visión del problema de Dios. Es autor de numerosas traducciones, críticas de los escritos de Hegel, Feuerbach, Marx, Engels y de las obras más relevantes de Sören Kierkegaard. Ha sido profesor en las universidades de Lovaina y Notre-Dame (Indiana, Estados Unidos), y delegado en el Congreso Internacional de la UNESCO para la revisión de la «Carta de los Derechos Humanos» (Oxford,1965). Escribió La nozione metafisi­ca di partici­pazione secondo S. Tomasso d´Aquino, Participation et causalité, La fenomeno­logia della percezione, Dio (introduzione al problema teologico), etc.

Eduardo Montoro

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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