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Hay cosas en psicología a las que uno se acostumbra como terapeuta, pero otras definitivamente no. Cada vez que escucho sobre una relación enferma, o me llega alguien sumido en un vínculo parásito, no puedo dejar de admirarme. Una y otra vez me pregunto: ¿por qué alguien querría perseverar voluntariamente en un infierno? ¿Por qué simplemente no abandona al torturador? ¿Por qué se autoengaña con miles de excusas ridículas y miserables?
En este post simplemente quería describir un punto que pienso que arroja un poco de luz sobre este misterio humano.
Una característica común a todos los maltratados y abusados es que, de algún modo, la construcción de su identidad parece comenzar y finalizar en la relación con el abusador.
¿Qué quiere decir esto? Simple, da la sensación de que el abusado anula su historia anterior, del mismo modo que a un cooptado por una secta se le enseña que su pasado fue un pasado de absoluta perdición. En este caso no hay una secta, pero está la persona del abusador, que cumple la misma función: generar una nueva escala de valores de medición de la bondad y estima de la propia identidad. Por supuesto, esta escala de valores tiene al abusador como parámetro absoluto. Todo será bueno en la medida que funcione en sintonía minuciosa con la voluntad del abusador, el infierno estalla frente al más mínimo detalle que amenace la sumisión de la propia identidad al otro.
Normalmente el abusado, antes de entrar en relación con el abusador, ya tenía una historia de baja autoestima. Justamente, por este hecho, cae en la ilusión de la refundación total y absoluta de sí cuando entra en contacto con el abusador.
La ilusión de refundación total y absoluta de algo, lo que llamamos girocopernicanismo, en psicología es tan deletérea como en cualquier otra ciencia, especialmente en filosofía y teología.
La persona cree que puede recrearse desde cero, que de ahora en adelante comienza el cielo para sí,  sin tener en cuenta que lo vivido anteriormente está allí, como la realidad misma, dando un totémico testimonio de lo que hemos sido.
Sin embargo el abusado entra en esta mecánica, tira por la borda todo lo que fue hasta que entró en relación con el abusador, y comienza la refundación de sí bajo la mirada complaciente del escultor despótico que solo busca un mundo a su imagen y semejanza, arrancando ferozmente toda la novedad y frescura que aporta la otreidad del otro. Dicho en menos difícil el abusador necesita un zombi que satisfaga todos sus deseos, no alguien a quien tratar de igual a igual.
En virtud de esta refundación de sí se puede entender el infierno en el que vive el abusado. No tiene a qué, ni a dónde volver. El abusador se ocupó pacientemente de borrar, de su escala de valoración, todos los estadios anteriores de la propia identidad, o, lo que es lo mismo, teñirlos de “lo peor de tu vida”.
Una persona sana recibe en su desarrollo psicológico una cantidad de amor mínima y necesaria por medio de la cual no se psicotiza, se mantiene, medianamente, en los estándares de normalidad.
Esa cantidad de amor está allí, sin lugar a duda, casi como un postulado metafísico, en tanto que presupuesto de la salud de la persona.
Esa cantidad de amor es a lo que retornamos en cada crisis, en cada tropiezo, en cada fracaso, desde allí nos rearmamos para salir adelante.
Esa cantidad de amor es real, no depende del relato dicotómico y maniqueo que la persona haya hecho de sí misma (o de los demás que hayan contribuido en ese relato) y porque justamente no depende de ninguna narrativa siempre la persona tendrá una esperanza de crearse un lugar a donde volver para salir de esa relación enferma. En la medida que decida-descubra, en ese orden, que también en su vida lo único importante es todo. Todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será.
El evangelio nos dice que no se cae un cabello de nuestra cabeza sin que nuestro Padre en el cielo lo sepa, al modo de antídoto existencial del sentimiento de orfandad de estar arrojados en el mundo. Pues bien, si cada cabello es contando, como insiste el evangelio, infinitamente más está calibrada cada gota de amor que hemos recibido en la vida. Por tanto no hay nada, ni nadie, por absoluto y despótico abusador que sea que pueda talar la herencia de amor que hemos recibido. Queda en nosotros la ignominiosa entrega de permitir que otro nos construya el mundo o la restauración total de lo que verdaderamente somos, por supuesto, en la medida que es posible mientras no tengamos rostro.

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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