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PARA UN PROYECTO DE FILOSOFÍA CRIS­TIANA*
 
                                                  por el R.P. Dr. CORNELIO FABRO**
 
 
                1. Prólogo esencial del hombre esencial
 
No hay duda de que la filosofía es, para el hom­bre, el camino prima­rio del espíritu; me­diante la reflexión filosófica el hombre ad­quiere con­cien­cia de la «cualidad de su ser», esto es, la aprehensión y conciencia de la diferen­cia entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal entre lo justo y lo injus­to… Por esto su espí­ritu se actúa, sobre todo, por la aprehensión de los primeros princi­pios del ser y del obrar me­diante los cuales él funda y mueve al acto su vida humana, satisface su sed de verdad y calma su aspiración de justicia y de felicidad, es decir, es capaz de resolver el drama apremiante de la existencia. Es así que compete a la filosofía actualizar la sabiduría funda­men­tal de la vida, lo cual permite al hom­bre abrir una claraboya en el torbelli­no de los fenómenos, para recoger el sentido de las opo­siciones de lo real y orientar­se hacia los deberes de la vida privada y social.
De este modo la filosofía muestra el espacio del encuentro del hombre con el mundo e ilumina la tensión entre la vida y la muerte, entre el sin­gular y la sociedad, mediante la dialéctica que hace posible la decisión de la libertad y estimu­la el empeño por la acción. De hecho, hay una esfera del ser que el hombre encuentra en sí y fuera de sí desde su nacimiento como un «don» recibido del Creador, don que le abre el camino de la aventura del tiempo, un don gratuito que funda la «posibilidad» de reali­zarse como sujeto moral. Es lo que podemos llamar «el prólogo esen­cial del hombre esencial», es decir el horizonte abierto a todo hombre de frente a cualquier cul­tura, religión, profe­sión… para realizarse como hombre de frente al mundo de la naturaleza y de la sociedad y, sobre todo, ante Dios, ya que el mundo -y la sociedad en él- es el espacio donde el hombre, inconscientemente, se encuentra arrojado desde su nacimiento y del cual surgen las posibilidades de elección y se advierten las diferen­cias de los proyectos de vida, mediante los contrastes. Ser en el mundo es, para el hombre, el ser del yo en tensión de realizarse «delante de Dios», que es su primer princi­pio. Sobre el plano existencial, por tanto, el advertir el «mundo», es decir la presencia de la naturaleza y de la socie­dad, es la primera atmósfera de la vida misma en la cual el hombre se encuentra «arrojado» (Heidegger) o más bien, y mejor, en la cual se encuen­tra gratifica­do por Dios para avanzar con la luz de la inteligencia y la guía de la Revela­ción ‑si la acepta‑ hasta dar el paso final. El cristia­no sabe que el punto de partida no es el azar amorfo y ni siquiera el capricho del destino como pretenden los ateos, los escépticos y los mate­rialistas de todos los colores: el cristiano por derecho propio conoce su origen a partir del Primer Principio, el cual con un acto de amor le confirió un puesto privilegiado para conocerlo y amarlo y pasar después a la inmortalidad. Esto fue ya entrevisto también por los filósofos antes del Cristia­nismo hasta llegar a considerar al hombre «semejante a Dios»; lo sabe­mos por el discurso de San Pablo a los filósofos del Areó­pago de Ate­nas (Hech. 17,22ss).
 
El Apóstol había iniciado su fuerte discurso revelando con simpatía la religiosi­dad de sus selectos oyentes. El punto de partida había sido la estatua que ellos habían dedicado al «dios desconocido», expresión enig­mática para alguien que había crecido a la luz de la revelación de Dios, creador del mundo y Padre del hombre, como él mismo anuncia seguida­mente al atónito y cualifi­cado audito­rio. Su discurso puede ser considera­do como la trama esencial, o bien «el proyecto fundamental» de la filoso­fía cristiana. En las primeras décadas de nuestro siglo tuvo lugar en Francia una encendida controversia entre el racio­nalista Brunschvicg y el católico Gilson: el primero negaba al cristiano que fundamenta su vida sobre la fe toda posibilidad de filosofar, mientras que el segundo afirma­ba que el cristiano puede (y debe) filosofar al interno de la fe y que es el «rationale obsequium» recomendado por San Pablo (Fil.2,17). Es ésta la reflexión racional que se abre a la fe y avanza, guiada por su luz, para resolver los problemas fundamen­tales de la vida. Sigamos el orden de la admira­ble argumentación del Apóstol.
 
 
                  2. Los pilares de la filosofía cristiana
 
La existencia de Dios está expresada en el culto al «Dios desconocido» revelada por San Pablo (Hch. 17,22ss). El prólogo tiene todas las caracte­rís­ticas de una cordial felicitación que, sin embargo, se transforma súbita­mente en una invitación a continuar el camino iniciado….La expresión «Dios desco­nocido» es del todo singular; pero el Apóstol la aprecia y hace de ella el punto de partida para abrir un camino en su conciencia e invitarlos al conoci­miento del verdade­ro Dios y Salvador.
 
Su proclamación se asemeja, en el Nuevo Testamento, a aquella de Moisés en el monte Sinaí: «os anuncio a Aquel que vosotros adoráis sin cono­cer»(v.23). Es el Dios espíritu puro, único, creador del mundo y del hombre: «El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que él contiene, que es el Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, ni es servido por manos humanas como si necesitase alguna cosa siendo El mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (vv.24‑25). Es el Dios único, perso­nal, que envuelve con su poder todo el universo y ha dado al hombre una posición de privilegio: «El (Dios) creó de uno solo todo el linaje humano para que habitase toda la faz de la tierra»(v.26). Es la proclamación de la fraterni­dad universal por la dignidad común de origen divina y por la asisten­cia de la providen­cia univer­sal: «Para ellos estableció el orden de las estacio­nes y fijó el límite del espacio habitable, para que buscasen a Dios y aunque sea a tientas lo encontrasen, ya que no está lejos de cada uno de noso­tros» (vv.26‑27). Aquel que ha dado el ser y la vida a todas las cosas ha reservado al hombre una especial presencia de continua y activa asisten­cia:­ «En Él vivimos, nos movemos y existi­mos»(v.28). Es la total depen­den­cia de todo lo creado y del hombre particular respecto de Dios: ésta no es, según el Apóstol una nueva doctrina para los sabios de Atenas «pues algunos de vuestros poetas han dicho: ‘porque somos linaje suyo'» (v.28). Es la más alta afirma­ción de la dignidad del hombre que es declarado semejante a Dios más allá de toda representación idóla­tra: «Siendo, pues, de estirpe divina, no debemos pensar que la divinidad es seme­jante al oro, o a la plata o a la piedra, como en los cultos idólatras que rebaja­ron a Dios a la impronta del arte y de la imaginación humanas» (v.29).
 
Toda la historia humana precedente, entonces, está impregnada de impie­dad, es un historia de extravíos y de aberraciones que ha atraído sobre los hombres la ira de Dios (Ef. 2,3). De aquí viene la necesidad que tiene el hombre de arrepentirse y de retornar a Dios para inserirse en su plan y proyecto de miseri­cordia: «Disimulando los tiempos de la ignoran­cia, Dios intima al arrepenti­miento a todos los hombres de todas partes»; es el progra­ma de la conversión, cambia de camino tomando el camino salvífico de la peniten­cia: «ya que Él ha establecido un día en el que juzgará la tierra con justicia»; este juicio final de todos los hombres no será ya confiado a los ángeles o a los profetas como en el pasado, sino que será llevado a cabo por Dios en persona, mediante el envío de Su Hijo, hecho hombre y glorificado: «…a través de un Hombre que Él ha designado, dando prueba segura a todos resucitándo­lo de entre los muer­tos» (vv.30-­31). Este hombre es Cristo, Verbo e Hijo eterno del Padre desde toda la eternidad e hijo de María en el tiempo, cuya misión en el tiempo fue anunciada por los profetas. Tal es el núcleo de la «filosofía cristiana», es decir de la verdad que salva por virtud intrínseca a todo hombre que se acerca con esperanza a la misericordia divina.
 
Debemos reconocer entonces que una es la filosofía de la religión y otra la filosofía cristiana. Se podría decir que ellas se relacionan como el género y la diferencia; pero ésta es una distinción formal abstracta. En realidad, después de la filosofía moderna, podemos distinguir en el plano fenomenoló­gico tres esferas de trascendencia que se hacen presentes a la conciencia: lo sacro-cósmi­co de la totalidad, la religión del hombre natural y la realidad histórica de la revelación cristiana. Lo sacro es la advertencia espontánea, accesible a cualquie­ra, de algo inmenso e infinito que domina al mundo y envuelve todas las cosas en el misterio del ser, causando en nosotros estupor y admiración… La religión natural asciende a un grado superior con la adver­tencia explícita de un Dios personal, primera Inteligencia y primer Amor, Causa primera de los seres materia­les y espirituales, el cual exige del hombre que viva según la verdad y la justicia.
 
La religión cristiana da el paso extremo y presenta a Dios en su verdad real e histórica tal cual Él nos lo ha comunicado mediante la especial revela­ción hecha a Moisés y a los profetas: ella alcanza la vida íntima de Dios que se despliega en la comunicación (relaciones) de la tres Personas divinas ‑Padre, Hijo (Verbo) y Espíritu Santo‑ en la Encarnación del Verbo que obra la redención del pecado mediante los dones de la gracia y las mociones íntimas del Espíritu Santo. Así el hombre es llamado a «participar» ‑gracias a la redención obrada por la Pasión y muerte de Cristo‑ de la misma vida de Dios, primero en esta tierra mediante los sacramentos y después en la vida eterna mediante la comu­nicación de «la luz de la gloria» para aquellos que se salvarán por haber perma­ne­cido fieles a los preceptos divinos. Esta es la esfera de lo sacro por esencia que ha sido revelada por los Profetas en el Antiguo Testamento y por Cristo en el Nuevo, quien ordenó a los apóstoles y a sus sucesores anun­ciarla a todos los hombres. Ella constituye el don de la gracia cuya consumación es la vida eterna, que se realiza, por lo tanto, en la esfera de lo sacro, un «salto de cuali­dad» que el hombre alcanza mediante las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo.
 
 
              3. El fundamento de la existencia de Dios
 
Por lo tanto, el primer paso de la «filosofía cristiana» es la profesión, es decir la convicción de la existencia de Dios, como primer Principio y último fin que el hombre puede entrever con su sola razón primero y más acá de la fe. La existencia de Dios goza para el cristiano de una evidencia primaria: ella es la conclusión directa y espontánea de la conciencia de frente al espec­táculo del mundo que exige un principio de creación y de orden. Todo, en la natura­leza y en la historia, testifica la existencia de Dios, apenas el hombre se pone a la escucha de la sinfonía del mundo que se despliega delante de él. Se puede decir que la existen­cia de Dios es la certeza suprema y la conclusión de toda reflexión radical. Ella constituye la certeza primaria que es accesible a todos los grados de conciencia, al niño como al adulto, al hombre culto como al simple obrero, al artesano como al técnico especializa­do… Cada uno en el trayecto de su existencia está en grado de reconocerlo, de advertir la presen­cia viva y pulsante en todas las formas y grados de la realidad en la estructu­ra admirable, sea del macrocosmos como del microcosmos en el articu­larse de la vida de las diversas sociedades y culturas.
 
«No existen pueblos ateos», se ha dicho, y lo confirma también la etnolo­gía moderna. El ateísmo, sin embargo, hay que reconocerlo, se extiende hoy por el mundo en todas las clases sociales. Pero hay que agregar a punto seguido que tal ateísmo no es una conclusión de reflexión sino más bien un fenómeno tremendo de «distracción» de la conciencia, en el sentido etimológi­co del término. En realidad, el ateísmo es un fenómeno que tiene una larga historia y ha insidiado la conciencia huma­na desde sus primeros albores. La Biblia afirma que fue en el tiempo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, que «se comenzó a invocar el nombre del Señor» (Gn. 4,26). Y Enós «vivió ocho­cien­tos años, generando hijos e hijas» (Gn. 5,10‑11) los cuales prepararon el primer núcleo del pueblo de Dios que con Noé, después del diluvio, se convierte en el «pueblo de la alianza» (Gn. 6,18). De él, mediante la concep­ción virginal de María, nace Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, el único Salvador del mundo; en él se fundamenta la «filosofía cristiana» y deviene la espe­ranza única de la salvación del pecado y de la muerte a fin de conseguir la salva­ción eterna.
 
Tal es, por lo tanto, la sustancia o bien el núcleo de la filosofía cristia­na cuyas etapas se constituyen por aquello que ahora podemos llamar «épocas de la salvación» en el plano de la divina Providencia. La filosofía cristiana, por lo tanto, alcanza lo sacro en la «realidad histórica» de la Encarnación del Verbo y se mueve bajo la iluminación de la divina Revelación; y es indispen­sa­ble precisar su «posición epistemológica». Es necesario mantener que es «filoso­fía», o bien, reflexión sobre la realidad de la «salvación cristiana» y, por lo tanto, ella pone en primer plano la realidad del pecado original, o sea, de la caída del hombre y de su expul­sión del Paraíso, abandonado a los estímu­los de las pasiones y objeto de la ira de Dios. Pero, juntamente, la Revelación presenta el remedio con la redención de Cristo, cual don y obra de la divina Misericordia. La reflexión deviene entonces «cristiana» cuando considera la tensión entre la primera caída y la siguiente salvación como «situación teo‑antropológi­ca». Ella depende de la oposición pecado‑gracia la cual incluye y alimenta las otras oposiciones que batallan en el corazón del hombre: error‑verdad, vicio‑virtud, rebelión‑docili­dad… y las demás cosas que se encuentran en el intrincado e insondable enigma del corazón humano. Por lo tanto, casi una fenomenología trascenden­tal del conflicto denunciado por San Pablo de las «dos leyes» ‑del mal y del bien, de la concupiscencia y de la virtud‑ que agitan nuestros miembros y oscurecen nuestra razón.
 
Varias y diversas han sido, en el curso de la civilización, las formas de filosofía cristiana que tuvieron una relevancia especial como contra­puestas a las filosofías ateas, especialmente en la primera mitad del s.XX. Obser­vamos siempre como ínsita en el espíritu humano la tendencia natural del pensamien­to de dirigirse a Dios como fundamento de la verdad y de la libertad. Lo ha afirmado también San Pablo, en el discurso en el Areópa­go que hemos examinado. En este contexto, en el cual se encuen­tra la filosofía cristiana, se debe observar que se trata de una verdad estrecha­mente conectada con la creación, no de una manera adventicia como sucede con la adquisición de las artes y de las ciencias y de la misma filosofía con la cual, sin embargo, se encuentra en relación estre­cha; y por eso se llama «filosofía», para indicar su género de conoci­mien­to reflejo que se desenvuelve por etapas.
 
Buscamos, por lo tanto, de proyectar el plano propio de conocimiento que compete a la «filosofía cristiana». El baluarte sobre el que nos debe­mos apoyar para reivindicarla es la dignidad misma del ser humano, que lo separa y lo eleva por encima de todos los otros seres y le concede una posición de absoluto privilegio. Leemos, de hecho en la Biblia, cuando se relata la creación del hombre: «Y Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza… Y Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó» (Gn. 1, 26‑27).
 
En la creación bíblica el hombre es plasmado directamente por Dios y aparece a lo último, después del cielo y de la tierra: «Entonces el Señor plasmó al hombre del barro y le insufló en su rostro un aliento de vida y fue así un ser viviente» (Gn. 2,7). La vida del hombre como viviente espiritual tiene su origen inmediato en Dios: eso no se aplica a los otros seres vivientes, a las hierbas y a todas las especies animales que ocuparon la tierra, los peces, los pájaros, los reptiles y todas las bestias selváticas (Gn. 1,20ss. ,26). El punto de partida de la filosofía cristiana es la afirma­ción del origen divino del hombre, sea en cuanto al cuerpo, pero sea so­bre­ to­do en cuanto al alma, lo que explica la misión que Dios le da al hombre de gobernar el mundo entero de los vivientes de la tierra median­te el trabajo al cual él dedicará las fuerzas de su cuerpo guiadas por la luz del espíritu. De este modo, el hombre se convier­te en «el vicario de Dios», en el desarrollo de la creación, en relación a los entes naturales de los cuales obtiene los medios de subsistencia. Sólo la inmen­sa exten­sión de los astros que pululan en el firmamento ‑el sol, la luna, las estrellas, las galaxias, los come­tas…‑ y sobre la tierra las fuerzas cósmi­cas univer­sales tienen sus propias leyes que el hombre no puede dominar, pero que trata de penetrar con su mente y utilizarlas en su trabajo.
 
Es así, que por limitada que sea la acción del hombre en el cosmos, ella participa, sin embargo, de la potencia de Dios y es capaz de construir un mundo propio, es decir, un ambiente adaptado a su vida corpórea y espiritual: el relato bíblico, con su grandeza y majestad excepcionales es de un realismo inmediato. En la creación el hombre está situado en el centro del universo que él está en grado de modificar y de hacer progre­sar, organizando obras y creando instru­mentos de trabajo con sus manos guiadas por la inteligencia. Es la vida del espíritu insuflado por Dios (Gn. 2,7) en su cuerpo, que eleva al hombre sobre el resto de lo creado, que yace a sus pies esperando su obra. Son dos, por tanto, los puntos prima­rios de la realidad que alcanza la filosofía cristiana: la creación del mundo coronada por el espíritu humano. Mediante las fuerzas del cuerpo y la luz de su espíritu el hombre es capaz de «dominar» la tierra para su prove­cho. La Biblia nombra los peces del mar, los pájaros del aire, el ganado y todos los animales salvajes, los reptiles… Por tanto, Dios plasmó la tierra de toda suerte de animales salvajes y los cielos con todo tipo de pájaros. Para confir­mar la superioridad del hombre, Dios dio un nuevo paso:… presentó al hombre todas aquella creaturas para que les pusiese nom­bre. Y asistimos a una directa investi­dura de poder; «(ya que) cual­quiera que fuese el nombre impuesto a los seres vivientes, ése sería su nombre» (Gn. 2,1­9). Y así fue. Sigue como término de la Creación la creación de la mujer, hecha por Dios de la costilla de Adán que la reco­noció como «carne de su carne» y la llamó «varona» porque del varón ha sido tomada» (Gn. 2,21‑24). Tal es para la creación divina el origen de la primera pareja humana. Y ésta es la base de la filosofía cristiana, recibida de la revelación bíblica de Moisés que se distingue netamente de los relatos fantasio­sos no sólo de la mitología greco‑romana sino también de las otras religiones semíti­cas.
 
Podemos entonces caracterizar la creación bíblica como «cosmogonía teológi­ca» en la primera parte y como «antropología teológica» en la segunda, ya que es Dios el primero en obrar, partiendo de la nada, haciendo surgir los seres y culminando con la formación de la primera pareja humana. La conduc­ción de la historia no es obra de la ciega evolución del cosmos que debe a otro su origen, sino que ella deriva directamente de un principio supremo e indepen­diente: otras cosmogonías semíticas y gnósticas, cayendo en el poli­teísmo y la idolatría, son el burdo fruto de la fantasía del hombre que ha invertido la «relación crea­cional» de lo alto hacia lo bajo y ya no más de lo bajo hacia lo alto: esta relación se presenta de tal modo que no es Dios quien crea al hombre sino vice­versa. El politeísmo no exalta sino que destruye la realidad fundamen­tal del Absoluto y abandona al caos el origen del mundo y, con él, la apari­ción descon­certante del hombre; y, de este modo, todo se acaba en un sin sentido. El big-bang, que hoy se pone en el origen del mundo físico, no contra­dice sino que exige la intervención del divino Creador. Por otra parte la teoría moderna de la evolu­ción no ha encontra­do argu­mentos persua­sivos y encuen­tra pocos y confusos adhe­rentes.
 
 
4. La filosofía cristiana como encuentro de la  razón con la religión
 
La primera tarea de la filosofía cristiana es aquella de fundar el mundo sobre el teísmo creacionista; la segunda, no menos sino más ardua, es escla­re­cer el problema de la corrupción del hombre, es decir, de la aparición y de la causa del mal en la historia. La existencia de Dios se demuestra por la dependencia que las creaturas, sean materiales o espiri­tuales, tienen de un Principio absolu­ta­mente primero, bueno, justo, omnipotente… tal cual es presentado en la Biblia. Corrompido luego por las fantasías idolátricas, el hombre fue recuperado parcial­mente y con esfuerzo por la filosofía, la cual, en sus mejores momentos y gracias a los ingenios más representativos, ha formu­lado las afirmaciones basilares de la existencia y providencia de Dios y de la espiritualidad e inmorta­lidad del alma. Es aquello que, con una profunda expresión, ha sido llamado la «praeparatio evangelica» de la cual hay también algún eco en la litera­tura pagana (la IV Égloga de Virgilio, las referencias de las Sibilas…). La situación, sin embargo, de la búsqueda de Dios no cesa de ser y permanecer ardua y compleja en la realidad de la existencia y (casi) insolu­ble sin la ayuda de la Revelación y de la fe.
 
Santo Tomás, que es discípulo de Aristóteles, el máximo pensador de la antigüedad, señala por su parte las dificultades reales de tal empresa para la razón humana que está asediada de dudas por todas partes y que se encontra­ría en la oscuridad completa si Dios no viniera en su ayuda con la Revela­ción. De hecho, sin la intervención de Dios, «sólo pocos hom­bres» tendrían el conoci­miento de Dios y la mayor parte estaría impedido de conseguirlo, especialmente por las siguientes causas: ante todo la «complexión del cuerpo» muchas veces no apta para reflexiones muy profundas; después la urgencia del trabajo familiar que absorbe la mayor parte del tiempo. Agréguese la pereza. Para alcanzar de hecho, el conoci­miento de Dios es indispensable un vasto conocimiento y la ayuda de casi toda la filosofía: por este motivo el Angélico exige una completa madurez en la reflexión la cual viene dada por la metafísica, que es la parte más ardua de la filosofía. Más ardua y por lo tanto más fatigosa (cum magno labore), de tal modo que pocos son los dispuestos a asumir­la por amor a la ciencia, por la cual, sin embargo, Dios mismo ha inseri­do en el hombre un vivo deseo o inclinación (CG, I,4). Un segundo impe­di­mento, si faltara la especial intervención de Dios con la Revelación, es que sólo «después de mucho tiempo» se alcanzaría tal conoci­miento y esto «a causa de la profundidad de esta verdad» que la razón puede sólo alcanzar después de una larga aplicación de la inteligen­cia. Se agrega a esto que en la juventud el hombre es agitado por las pasiones y está menos dis­puesto al conocimiento de una verdad tan alta, que exige la quietud de la reflexión. El género humano ‑es la observación existencial, confir­mada por la historia de la cultura- ­estaría envuelto todavía en las más espesas tinie­blas si la única «vía» para conocer a Dios fuese la razón.
 
Y esto no basta. Un tercer inconveniente inevitable es la «debilidad del enten­dimiento humano» que depende de la experiencia sensible, que puede engañar­lo fácilmente. La consecuencia sería que muchos, no estando en grado de aferrar la fuerza de la demostración, quedarían en la duda tam­bién y sobre todo a causa de la diversidad entre aquellos que son (como los filósofos) consi­derados sabios (sapientes). Y todavía esto no es todo. También entre las verda­des que la razón alcanza a demostrar se mezclan muchas veces algunos errores por la falta de demostración y se contenta con demostraciones aproxi­mativas (proba­bles) e, incluso, sofísti­cas. Por tanto, si queremos, en este campo del conoci­miento de Dios, obtener una certeza y una pureza de con­ceptos, debemos encontrar un punto de apoyo y acudir a la «vía de la fe» (via fidei) que es una luz que proviene directa­mente de Dios.
 
Es saludable (salubriter), entonces, que la divina clemencia venga en auxilio del camino de la razón y que en cierto punto la fe intervenga en ayuda de la razón de tal modo que «todos, fácilmente (de facili) puedan participar del conocimien­to divino» sin caer en las dudas y en los errores en los que cayó el paganismo. El recurso a la fe no es, por lo tanto, dañoso o ilícito, sino indis­pensable y liberador en una materia tan impor­tante para la vida espiri­tual.
 
No se trata, pues, para el conocimiento de Dios, de recurrir a un inme­diato «sentido de lo divino» como pretenden las filosofías de la intuición (Schleier­macher); pero también es necesario admitir una alianza estrecha entre la razón y la fe que no es ni debe ser una dependencia pasiva de una hacia la otra, pues la razón debe ejercitar su propio rol lo mismo que la fe el suyo. Fe y razón se encuentran por lo tanto en una relación de «complemen­tarie­dad». La razón es autónoma en el orden de la naturaleza o para el conoci­miento de la existencia y de los atributos naturales de Dios; y ésta es la religión natural. Y es San Pablo una vez más, aunque educado en la religión hebrea, quien sugiere ya la indepen­dencia de la razón en su campo, como el rol indispensa­ble de la fe en el suyo; inde­pen­dencia por la distinción de una y otra a causa de la distin­ción de los objetos, esto es, la realidad creada, finita, para la razón y la realidad increada, o sea la vida divina para la fe que tiene en la esperanza la aplicación de una certeza segura y en la caridad su acabamiento para partici­par, siempre bajo la guía y el estímulo de la fe, de la misma vida divina. La primera (la razón) rige y guía la vida natural, que es la rela­ción del yo con el mundo; la segunda actúa, con la ayuda sobrenatural, la aspira­ción a la vida divina y procura los medios para alcanzarla, que nos son propuestos y garantiza­dos desde la venida de Cristo.
 
Debemos reconocer entonces que es Cristo, ahora, para el hombre, el único Maestro de la verdad que nos conduce a la vida eterna, verdad que ha llegado a ser accesible a todos y no el privilegio de unos pocos afortu­nados dotados de una inteligencia superior. Aquí está la paradoja existen­cial de la cual parte la fe: ella, como ya se ha menciona­do, es accesible a todos los hombres; pero, juntamente, trasciende todos los dones natura­les, sea del hombre como del mismo ángel. La gracia es un don comuni­cado al alma directamente por Dios para hacerla capaz de la vida eterna y por lo tanto, sobre todo, para poder conocer las verdades eternas. La paradoja existen­cial de la fe consiste, enton­ces, en el hecho de que, aquello que para la razón natural es lo más difícil (la fe), llega a ser accesible incluso para los menos dotados. La fe, según la filosofía cristia­na se convierte en la ayuda indispensa­ble al hombre para poder alcanzar la vida divina y, por lo tanto, en el único medio para aceptar y vivir la vida sobrena­tural de la gracia como hijos de Dios.
 
La fe entonces, en el dinamismo de la filosofía cristiana, trasciende la esfera de la razón natural por un doble motivo: ante todo por parte del conteni­do, en cuanto ella dilata la razón y la hace capaz de recibir nuevas verdades que vienen comunicadas al hombre mediante el magisterio superior de la divina Revelación. Después, en cuanto la fe confirma e ilumina a la misma razón en la aceptación de las verdades naturales que de otro modo en el hombre común hubieran quedado envueltas en la niebla de nociones aproximativas o confusas. De este modo la filosofía cristiana alcanza y participa de ambos mundos, sea del mundo de la naturaleza como del de la gracia: de la naturale­za nace la problemática de la vida ordinaria sobre el nacimiento y sobre la muerte, sobre la violencia y sobre la libertad y sobre to­do sobre el bien y sobre el mal así como sobre la verdad y sobre el error, sobre la justicia y la injusticia… Por la fe el hombre adquiere la iluminación del valor nuevo que estos términos obtienen en la «relación personal», sea de Dios al mundo como y, consi­guientemente, la relación personal del hombre a Dios como de hijo a Padre; es la relación de yo a tú, que da sonido y esplendor a la sinfonía divina de los salmos.
 
 
     5. El pecado en el origen del mal de la historia humana
 
Aquí surge la instancia del «origen del mal» en el mundo y de la ruina moral del hombre que la Biblia y la religión cristiana atribuyen al hombre mismo, a un acto explícito de rebelión contra Dios y que tiene, por lo tanto, el significa­do de culpa y castigo. Culpa del hombre, sobre todo, que ha violado viendo todas la razones, aunque sea un acto contra la razón que un hijo se rebele contra su padre, que Eva escuche al tentador, que Adán acepte la propuesta de transgre­sión por parte de Eva y consuma con ella el fruto de la transgresión.
 
Dios había hablado claro a Adán cuando lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara: «Tu podrás comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no debes comer, ya que en el momento que comas ciertamente morirás». Mientras tanto Dios forma a la mujer del costado de Adán dormido y se la da como esposa para la procreación de los hijos; y los dos serán una sola carne: vivían en la inocencia primitiva y no se daban cuenta de que estaban desnudos, como Dios los había he­cho (Gn. 2,16ss). Entra ahora en escena la serpiente tentadora que se pone a dialogar con Eva instigán­dola a desobedecer al precepto divino y adviene el desastre (Gn. 3,1ss.). Dios expulsa del Paraíso a los dos culpa­bles que transmiti­rán a su descen­dencia la culpa y el castigo, la fatiga en el trabajar la tierra ingrata, como los sufrimientos de las enfermedades y el horror de la muerte.
 
La filosofía cristiana como relaciona la novedad absoluta de la Crea­ción con la libertad absoluta de Dios, así también relaciona ‑pero en sentido opues­to‑ la caída en el pecado con la libertad del hombre que ha desobe­decido al precepto divino, aun siendo consciente del castigo que Dios le daría. Median­te la caída en el pecado se lleva a cabo el «desga­rro» del hombre respecto de Dios y se manifiesta juntamente, de un modo trágico, la libertad del hombre que se ha condenado a sí mismo a padecer la muerte y los innumerables sufrimientos del cuerpo y del espíritu. El centro del evento único e irrepetible de la historia, que a partir de aquí comienza, es la incancelable heredad del pecado y de la muerte y la afirmación indebida pero real de la libertad efectiva del hombre que ha querido traspasar los límites del bien y del mal puestos por Dios al crear­lo. Se­parado de su Creador, la vía del hombre será el oscilante camino del error y del dolor, de lo cual la Biblia describe las varias etapas en la historia de infidelida­des, injusticias y prevaricaciones del pueblo elegido hasta la venida del Reden­tor, que con su muerte en la cruz aplacará a Dios y restituirá al hombre la «posibilidad» de la reconciliación con Dios y la conse­cución de la vida eterna.
 
La filosofía cristiana obtiene su trama esencial del doble acontecimien­to de la caída de Adán y de la redención operada por Cristo. Se puede reconocer que ambas, la caída y la redención, quedan envueltas en el misterio que no es tanto el del contacto formal entre finito e Infinito cuanto el del actuarse de la libertad del hombre, que prorrumpe súbita­mente, apenas creado, en lo negativo de la desobediencia. De aquí las guerras y destrucciones que arras­tran a pueblos enteros en la angustia irreparable, en los vicios y en toda clase de aberraciones que muestra el horrendo cuadro de la historia del hombre. La Biblia la describe con un realismo impresionante. Por una parte, los tiranos que se desenfrenan en vicios y violencias corrompiendo a las multitudes; por otra, los pocos justos que son aislados por los malvados cuando no pueden ser elimina­dos. La Biblia puede ser llamada el texto clásico de la prevaricación humana en su continua rebelión contra la luz de la verdad divina, anun­cia­da frecuente e inútilmente por los profetas que pagan incluso con su vida la fidelidad al mensaje recibido de Dios. Pocas son las luces en el exten­derse de la corrupción universal aun en el mismo pueblo elegido, el cual de pueblo de Dios pasará a ser pueblo deicida en la persona de Cristo.
 
 
 
            6. El drama existencial de la historia de Israel
 
La historia del pueblo hebreo es llamada «historia sagrada» no sola­men­te porque relata las singulares gracias concedidas por Dios al «pueblo elegido», sino también porque expone las consiguientes infidelidades, las turbulencias y pecados del pueblo de Dios: de nada sirven los reclamos de los Profetas envia­dos por Dios que pagan su fidelidad con su vida. El despliegue de vicios no conoce freno y pareciera que la victoria es para el principio del mal, hasta tal punto que incluso la presencia de Dios se torna oscura para el justo. El espec­táculo es de un profundo horror, a todos los niveles de la vida pública y priva­da:
a) «¿Por qué, Señor, te escondes y te mantienes tan alejado/ y te escon­des en el tiempo de la angustia?/ Por la soberbia del impío son consumidos los infelices/ que caen en las insidias que ellos traman./ Pues se gloría el malva­do en la ambición de su alma/ y el avaro se felicita con desprecio de Yahvé./ Y dice el impío en su fatuidad: «¡No atiende, no hay Dios!»/ Estos son sus pensa­mien­tos/ …su boca está llena de fraude y de violencia/ bajo su lengua está la malicia y la perversidad.» Y se eleva la invocación: «¡Álzate, Señor Dios! ¡Alza tu mano! ¡No te olvides de los desvalidos!» (Sal. 10, 2‑12).
La arrogancia del impío no conoce límites: «Dice el necio en su cora­zón: ‘No hay Dios’./ Se han corrompido, hicieron cosas abominables,/ no hay quien haga el bien» (Sal. 14,1 id. Sal 53).
b) Y el profeta Oseas hace el severo juicio sobre el pueblo elegido y prevari­cador: «No existe ni fidelidad ni amor,/ ni conocimiento de Dios en el país./ Perjuran, mienten, asesinan y roban,/ adulteran, oprimen, y se derrama sangre sobre sangre…/ También te acuso a ti, ¡Oh, sacer­dote!,/ Tropezarás en pleno día y el profeta tropezará de noche/ y perece­rá también tu ma­dre…/ Has olvida­do la ley de tu Dios/ y yo me olvidaré de tus hijos./ Todos han pecado contra mí…/ Se alimentan de los pecados de mi pueblo/ y codi­cian sus iniqui­da­des» (Os. 4,1‑8). El mensaje del terrible Amós contra los pecados de las naciones viene acompañado de castigos fulminantes, especial­mente contra el pueblo de Israel: «…porque han vendido al justo por dinero/ y al pobre por un par de sandalias./ Aplastan sobre el polvo de la tierra la cabeza de los pobres/ y estorban el camino de los humildes;/ padre e hijo se acuestan con la misma joven/ profanan­do así mi santo nombre» (Am 2,6‑7).
c) El libro de la Sabiduría denuncia las aberraciones de los cultos paga­nos: «Va­nos son por naturaleza todos los hombres en los que no hay conoci­miento de Dios»/ y que a partir de los bienes visibles son incapaces de ver al que es,/ ni por consideración de las obras conocieron al artífi­ce./ Sino que al fuego, al viento, al aire ligero,/ o al círculo de los astros, o al agua impetuo­sa,/ o a las lumbreras del cielo tomaron por dioses rectores del universo». Es evidente el influjo de la filosofía griega no sólo en la aberración sino tam­bién, y llama la atención, en el esfuerzo de llegar a Dios; por eso «sobre ellos no cae tan gran reproche,/ pues por ventura yerran/ buscando realmente a Dios y queriendo hallarle.| Ocupa­dos en la investigación de sus horas/ se dejan seducir de su apariencia/ porque las cosas creadas son muy hermosas». Pero se equivocan en la conclusión: «Pues si seducidos por su hermosura los tuvieron por dioses,/ debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos,/ pues es el autor de la belleza quien hizo todas las cosas./ Si se admiraron de su poder y de su fuerza,/ debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su Crea­dor». Por esto la valoración final es negativa, porque si pudieron saber y escru­tar tantas cosas del universo, ¿cómo no encontraron más rápido al Crea­dor?, «porque por la grandeza y hermosura de las creaturas,/ por analogía se puede conocer a su Creador» (Sab. 13,1‑9).
 
Es el diagnóstico que retoma casi con las mismas palabras el Apóstol San Pablo en la Carta a los Romanos (1,18‑32) con cruda dureza respecto del lado negativo, pero aceptando también la sugerencia de la «vía de la causali­dad» (vv.19‑21) como camino abierto para alcanzar a Dios. Esto ha sido expresa­mente indicado por el Concilio Vaticano I en la Constitu­ción dogmá­ti­ca «Dei Filius«[1].
 
Es así que la filosofía cristiana puede salvar todavía a la razón anclan­do la esperanza del hombre en estos dos pilares: la existencia de Dios, creador del universo material y espiritual, y la afirmación de la realidad de la libertad en la relación de Dios con el mundo, del hombre con Dios y, finalmente, del hombre con el mundo. La conclusión o, mejor dicho, la posición de la filoso­fía cristiana es que, gracias justamente a la liber­tad, como nexo fundamental entre Dios y el hombre es que, por una parte, todo ha sido hecho por Dios Creador y por Cristo Salvador y, al mismo tiempo, todo está por hacerse in fieri en el plano de la Providencia divina hasta la conclusión del Juicio Final que terminará con la histo­ria.
 
 
              7. Las pruebas filosóficas del Cristianismo
 
La filosofía cristiana obra en la intersección entre razón y fe y, por lo tanto, en el encuentro entre naturaleza y gracia, que es la esfera derivada al hombre existente gracias a la revelación bíblica. Ellas conviven con influjos mutuos, pero no se confunden: el movimiento racional que pertenece a la naturaleza del hombre es un movimiento de lo bajo hacia lo alto de la evidencia adquiri­da por convicción interna de la existencia de lo invisible. A diferencia de las ciencias físicas particulares, cada una de las cuales está «cerrada» en su propio objeto, la filosofía cristiana tiene la tarea de abrir y consolidar el horizonte de la tras­cendencia comenzando por los dos pilares de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. El orden se puede invertir: se puede pasar del alma a Dios, que es el proceso ascendente de tipo aristotélico o, viceversa, de Dios al alma, que es el proceso descendiente de tipo bíblico. La «filosofía cristiana» se atiene a su método sintético: ella opera con los princi­pios naturales de la razón, pero se mueve al interno de la realidad trascendente que es Dios, Creador del alma como sujeto espiritual libre. Así se salvaguar­dan la experien­cia y la ciencia en su respectiva función y consis­tencia y se abre una «brecha» de pasaje en el límite que tiene la conciencia siempre alerta y en movimiento.
 
Tal movimiento está presente a la experiencia de cualquiera que refle­xio­ne sobre los varios planos objetivales de la conciencia. La experiencia sensi­ble de las cualidades de la naturaleza y la experiencia concreta de los hechos de la histo­ria, la experiencia formal de los procesos abstractos de la lógica y de la mate­mática. La experiencia personal ética expresa el punto de conver­gencia en cuanto propone el camino que conduce al fin último y constituye el deber propio de la actitud existencial de la persona. De hecho, la «cuali­dad» de la persona como sujeto moral, depende de su actitud respecto a los dos pilares de la trascenden­cia que ya San Agustín había propuesto: «Dios y el alma», que habían sido anunciados ya en el Evangelio cuando se afirma que «a Dios, nadie lo vio jamás» (Jn. 1,17), el Verbo que se ha hecho carne nos lo ha dado a conocer. De este modo también el alma yace escondi­da en lo íntimo de cada uno, pero ella testifica su presencia en el obrar cuyo principio y término es el yo.
 
De aquí la observación sobre la originalidad constructiva de la esfera existen­cial en la cual se mueve la «filosofía cristiana»; ella presupone los prime­ros princi­pios teoréticos y morales y los hechos fundamentales de la existencia del mundo y del yo, de la naturaleza y de los otros hombres; los encuentra a cada paso de la conciencia como condiciones de su posibi­lidad, para decirlo en términos kantianos. La originalidad de la esfera existencial en la cual se mueve la filosofía cristiana es la situación, totalmente original, que podemos llamar «la emergencia de la libertad». Justamente el pensamiento cristiano mucho antes y con mayor conciencia que los modernos acerca de la indepen­dencia del sujeto espiritual, había llamado a la libertad el «motor omnium» de la actividad de la persona y el principio dialéctico de su indepen­dencia (causa sui, por lo tanto), sea frente a la naturaleza y a la sociedad como de frente a Dios: «Obedezco porque quiero obedecer». Así, sobre el plano existencial, como atestigua la reflexión ética, el protagonista de la personali­dad es el yo, el sujeto humano; «primer principio incomunicable y primer comunicante». En esto la filosofía cristiana encuentra su sentido auténtico y la base segura de las prospectivas para el actuar de la persona. La realidad de la persona es una conquista de la filosofía cristiana.
 
En clima realista se puede decir que el intelecto precede a la voluntad, la precede y la guía y se afirma que «nihil volitum nisi praecognitum»: algo que, por otra parte, pertenece a la observación ordinaria. Pero la relación se invierte en la esfera existencial, que es el actuarse de la libertad de la persona que, como ya se dijo, toma en sus manos las riendas de la acción y da «color», es decir, confiere cualidad moral al ejercicio de la inteligencia. El mismo Santo Tomás que tiene fama de intelectualista, ha encontrado la fórmula «intelligo quia volo«[2] revelando abiertamente ‑contra el determinismo intelectualista‑ el dominio existen­cial de la libertad y, por lo tanto, del bien en el comportamiento moral de la persona: «Se dice bueno a alguien que tiene buena voluntad ya que mediante la buena voluntad nosotros hacemos uso de todas las cosas que hay en nosotros. Por lo tanto, no se dice bueno el hombre porque tenga una buena inteligencia sino porque tiene una voluntad buena. La voluntad mira el fin como a su objeto propio»[3]. Podemos decir, entonces, que la atracción respecto del bien y de la perfección es prioritaria en relación con todas las actitudes de la con­ciencia; Santo Tomás ha leído la Ética a Eude­mo de Aristóteles en la cual habla de un instinto, es decir de «una tendencia inme­diata (ojrmhv) «cualificante»[4]. La inclinación al bien consti­tu­ye, por lo tanto, en el hombre el inicio absoluto de la esfera ética: «El hom­bre tiene una inclinación al bien según la naturaleza de la razón que le es propia, como tiene la inclina­ción a conocer la verdad, en rela­ción a Dios y para vivir en sociedad»[5]. Esta inclina­ción constituye un impulso natural para conocer la verdad de Dios y, juntamen­te, es la instancia primordial para realizar la vida social. Podemos concluir enton­ces que en la esfera existencial, que es aquella de la persona en acto, los problemas funda­mentales que se refieren a Dios y al alma no presentan una dificul­tad especial sino que afloran espontáneamente a la con­ciencia en sus primeros contactos con el real.
 
De este modo las dos verdades fundamentales de la existencia tienen un estatuto metafísico especial de inmediatez que supera la exigencia de demos­tración analítica la cual, por tanto, muestra y exige un estatuto metafísico propio y original. Podemos afirmar que la existencia de Dios, como Principio absoluto del pensamiento, y el instinto de buscar el fundamento del obrar en la vida asociada, se abren paso solos bajo el impulso de la naturaleza colecti­va. Ambos tiene un valor propio en la conciencia en cuanto fundamento: una para el comienzo del pensamiento metafísico y el otro para el inicio de la vida moral. Mediante el conoci­miento metafísico la conciencia se apropia de los primeros principios especulativos que sostienen el edificio de la ciencia, mientras que el principio de la moralidad de hacer el bien y evitar el mal organiza y defiende la actividad moral.
 
Es así que la ciencia (metafísica) y la moral se distinguen, pero sin sepa­rarse: el principio de contradicción en la esfera especulativa sostiene la búsque­da de la verdad del conocer, mientras que el primer principio del obrar (hacer el bien y evitar el mal) es el nervio del camino exis­tencial de la persona. Ellos son, en su campo, dos principios indesci­frables: ellos participan de la propen­sión originaria de la persona a conocer la verdad y a realizar el bien. La refle­xión existencial abraza entrambos para realizar el acto personal responsable como exige el cristianismo, esto es, realizar el bien y la virtud y huir del mal (del vicio).
 
 
  8. Conclusión: la síntesis existencial de la filosofía cristiana
 
La vida pública y privada del hombre se inicia, por lo tanto, con una elección que lo cualifica al interno de la vida moral y lo mueve a la consecu­ción del fin último y de la felicidad. La «filosofía cristiana», en esta compleja proble­mática, se mueve a partir de Cristo y exhorta a su segui­miento para vencer el «aguijón» de la muerte, la cual, según el evangelio es siempre inminente: de ahí la advertencia de estar siempre alerta: «…Estad vigilantes, porque no sabéis ni el día ni la hora de la venida de vuestro Se­ñor» (Mt 24,4­4). La filosofía cristiana, por este motivo, otorga al tiempo un valor teologal infinito porque es en él, en la aplicación de la libertad a los eventos de la vida, que se realiza la suce­sión del tiempo que está insertado en la realidad de cada uno.
 
La dialéctica del tiempo toca más directamente la filosofía cristiana en cuanto que la Encarnación se ha realizado en el tiempo: en tiempos del rey Herodes el ángel Gabriel anunció a Zacarías que tendría un hijo (Juan) de su esposa Isabel, estéril y ya avanzada en edad (Lc 1,5ss): en el sexto mes el ángel anuncia a la Virgen María que tendrá un hijo por obra del Espíritu Santo y se llamará Jesús (Lc 1,26ss). En el año décimo quinto del imperio de Tiberio César, mientras Poncio Pilato gobernaba la Galilea, Juan inicia su ministerio de precursor predicando la penitencia a la multitud (Lc 3,1ss) y bajo Poncio Pilato Jesús es procesado y conde­nado a muerte (Lc 23,1ss). Etapas cronoló­gicas salteadas, pero suficientes para colocar la existencia de Jesús en el tiempo histórico y para interpre­tar como realizadas en el tiempo las profecías que lo anuncia­ban, a las cuales Jesús mismo hace referencia en el momento oportuno para confir­mar su origen divino y su obediencia al Padre. A los milagros y a las profecías recurren los apóstoles para demostrar la divinidad de Cristo y mover a la conversión.
 
No sorprende, por tanto, que desde los comienzos los enemigos de Cristo y de su obra de salvación hayan tomado como punto de ataque los milagros y las profecías, ya sea negando su existencia o cambiando el signifi­cado querido por Jesús. En el magisterio ordinario de la Iglesia Católica los milagros y las profecías son el argumento de credibilidad de la fe como quería el mismo Cristo: de hecho, los milagros continúan como también las profecías, para mover a los hombres a la conversión, para confundir a los adversarios. Desde el punto de vista existencial los milagros y las profecías son «signos» de la presencia de Cristo en la Iglesia. Bajo un cierto aspecto (objetivo) ellos garanti­zan la verdad de los dogmas y bajo otro aspecto (subjetivo) también ellos se convierten en objetos de fe; y es este acto de fe que Cristo reclama a aquellos que le piden milagros. En el último y más estrepitoso milagro, la resurrección de Lázaro, muerto hacía ya cuatro días y con los signos de la corrupción del cuerpo, Jesús declara a la hermana Marta que Él es «la resurrección y la vida y que quien cree en Él no morirá para siempre». «¿Crees tú esto?». Y Marta, transformada por la moción interior de la gracia, le respon­de: «Sí, Señor, creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que debe venir al mundo». Sigue el encuentro con la hermana María y Jesús viéndola llorar, se conmovió también Él tan profundamente que derramó lágrimas. Retomándose, gritó con fuerte voz: «Lázaro, ven afuera». Y el muerto, vuelto a la vida, salió del sepulcro entre el estupor de los judíos presentes (Jn 10,22ss). Era el tercer muerto resucitado por Jesús después de la jovencita Talita y el hijo de la viuda de Naím. Las circunstancias del hecho, que el evangelista Juan, testigo ocular, describe minu­ciosa­mente no tienen parangón en ninguna otra religión.
 
El adversario más obstinado de los milagros de Cristo rechaza este milagro con el argumento de que sólo lo relata el evangelista Juan, sesenta años después de la muerte de Cristo; por esto lo considera una invención del evangelista[6]. ¡A tales extremos puede llevar un partido tomado!
 
El rechazo de las profecías mesiánicas adquirió vida con un escrito, publi­ca­do como anónimo, de J. Collins[7], que suscitó una avalancha de enérgi­cas respues­tas entre los teólogos ingleses contemporáneos. La tesis del Dis­course es expeditiva: las profecías fueron inventadas por los evangelis­tas para mostrar el acuerdo entre el Antiguo y el Nuevo Testa­mento y las referencias a Cristo tienen un significado sólo alegórico[8]. Es sintomático que ambos, sea Woolton como Collins, tomen como guía a un cierto Rabino hebreo para la polémica contra la religión cristiana; pero, desautorizados los argumentos (históricos) de las profecías y de los milagros, no quedaba otra cosa que la religión natural, que era el punto de partida del fundador del deísmo: Herbert de Cherbury. Como adversa­rio de la religión revela­da y, en particular, del Cristia­nismo, el deísmo se afirmó como crítica bíblica sometiendo los textos sacros al examen de las nuevas ciencias filológico-­históricas. Esta fué so­bre to­do la obra de Jhon Toland, que fue retomada en el continente con criterios más riguro­sos por Reimarus, en los famosos Fragmentos de Wolfen­buttel, editados póstuma­mente por Lessing, y que pueden ser considerados como los fundado­res de la moder­na crítica bíblica. En esta línea de indepen­dencia absoluta de la teología se ha mantenido Kant con el ensayo La religión según los límites de la razón pura, contraatacado débilmente por Jacobi, que opone al raciona­lismo de Spinoza una forma de realismo fideísta. En la línea del raciona­lismo religioso deísta se ha acoplado Fichte desde sus años juveni­les con sus Aphorismen…; pero debió defenderse de la acusa­ción de ateísmo y terminó en una forma de spinozismo dinámico. El mismo deísmo fue recibido por Sche­lling; pero, sobre todo, por Hegel cuya Religionsphilosop­hie consti­tu­ye el texto clásico del deísmo especula­tivo: de ella procede el ateísmo radical de Feuer­bach del cual partirá la antro­po­logía socioló­gica de K. Marx que domina hasta ahora la crítica de la religión sobre la base del principio de Feuerbach: «el secreto (la esencia) de la teología es la antropolo­gía». Al inicio de nuestro siglo, el deísmo alcanzó también a la teología católica con el movimiento moder­nista, condenado por San Pío X en la Encícli­ca Pascen­di, y que sigue siendo el punto fijo para la resolución inma­nentista del problema religioso que abre el camino al ateísmo pragmático de la filosofía del s.XX, en la que vivimos.


     * PER UN PROGETTO DI FILOSOFIA CRISTIANA, M. D’Auria Editore in Napoli, Nápoles, 1990.
     ** El R.P. Cornelio Fabro es doctor en filosofía y teología. Ha realizado estudios de ciencias biológicas y psicológicas en las universidades de Padua, Roma y en la Estación Zoológica de Nápoles. Fundó en 1959 el primer instituto europeo de historia del ateísmo. Sus investigaciones se centran especialmente en la fenomenología del conocer en las corrientes actuales del pensamiento europeo y en la nueva visión del problema de Dios. Es autor de numerosas traducciones, críticas de los escritos de Hegel, Feuerbach, Marx, Engels y de las obras más relevantes de Sören Kierkegaard. Ha sido profesor en las universidades de Lovaina y Notre-Dame (Indiana, Estados Unidos), y delegado en el Congreso Internacional de la UNESCO para la revisión de la «Carta de los Derechos Humanos» (Oxford,1965). Escribió La nozione metafisi­ca di partici­pazione secondo S. Tomasso d´Aquino, Participation et causalité, La fenomeno­logia della percezione, Dio (introduzione al problema teologico), etc.
     [1] DECRETA CONCILIORUM, Ed. Denzinger‑Schonm 3015.
     [2] DE MALO q.6 a. único.
     [3] S. TH. I, 5, 4 ad 3.
     [4] C. Fabro, LE «LIBER» DE BONA FORTUNA CHEZ SAINT THO­MAS, Revue Thomiste, 1988, pág. 356 ss.
     [5] S. TH. I-II q.94, a.2.
     [6] T. Woolton, A FIFTH DISCOURSE ON THE MIRACLES OUR SA­VIOUR, London 1728, pág. 8.
     [7] A DISCOURSE OF GROUNDS AND REASONS OF THE CHRISTIAN RELI­GION, London 1728.
     [8] Ibidem,  pág 54 ss, esp. p. 61 ss.
Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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