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Por su parte, el desarrollo intelectual empieza hacia los cin­co-siete meses, cuando sólo asoma cierta inteligencia práctica. Todo se mezcla: las habilidades psicomotoras, el lenguaje no verbal y verbal, la capacidad para empezar a resolver pequeños problemas de coordinación, formando los esquemas visuales y manuales un díptico singular, operativo. Al año o año y medio surgen las conductas intencionales, a base de tanteos, y es en­tonces cuando empieza a funcionar la relación estímulo-res­puesta: la madre, por ejemplo, abre la puerta de su habitación y el niño le dice algo o le da un beso.
Después va descubriendo lo que hay dentro y lo que hay fuera, los medios y los fines, las causas y los efectos. Todo esto se va depositando rudimentariamente en su cabeza. El niño hace sus «gracias» y se da cuenta de las consecuencias tan positivas que ello tiene en quienes le rodean, y de ese modo, por un simple refuerzo, vuelve a repetirlas.
EL niño es un animal esencialmente menesteroso y necesita­do. Su madre lo va a ser todo para él. Podríamos incluso decir que su mundo es su madre, a quien muy al principio reconoce por el olfato. La relación madre-hijo es misteriosa y entraña­ble. Mientras que la madre es consciente de todo lo que está pasando entre ellos dos, el bebé desconoce la riqueza de esos encuentros y su importancia. Se trata de una comunicación presidida por la afectividad.
Así empieza el troquelado del niño, su configuración y los primeros balbuceos de su personalidad: tarea lenta, gradual, progresiva; secuencia de intercambios físicos y psicológicos pie va a ir sacando al niño de la postración en la que hasta entonces se encontraba.
Se suma a este espectáculo el desarrollo afectivo, cuyos dos ‘meros ingredientes son la risa y el llanto. Si le falta la  comida, la pide mediante el llanto; es como un reloj biológico que llama a la madre o a la persona que lo cuida para que cu­bra su necesidad. La sonrisa, la risa y las muecas divertidas y lunáticas son respuestas a estímulos positivos.

Eduardo Montoro

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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