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LA ESPERANZA
                                                                                   Y LA REALIDAD EXISTENCIAL CRISTIANA1
 
por el R.P. Dr. CORNELIO FABRO
 
 
El ámbito de la libertad parecería crecer por un empuje propio que viene del interior de uno mismo y que toca el mismo centro del yo desde lo más profundo de sus aspiraciones, las cuales consisten en el deseo de saciarse del Sumo Bien, de conseguir la felicidad eterna mas allá del tiempo y de la muerte. Así, mientras que la fe, por la que el alma se adhiere a Dios y a los supremos misterios de la salvación, provoca en el espíritu una tensión, la esperanza, en cuanto virtud teológica, produce en nosotros una “protensión” que consiste en el lanzarse de nuestras aspiraciones hacia un futuro que es la consecución de Dios.
 
Es necesario reconocer que la esperanza -al menos en la teología manualística-, dada su posición intermedia entre la fe y la caridad, fue sacrifi­cada en favor de sus dos hermanas más famosas que se han “dividido” -la expresión es sólo representativa, no técnica- las dos facultades del espíritu: el intelecto y la voluntad. Y sin embargo se puede decir que propiamente corres­ponde a la esperanza la responsabilidad de soportar y llevar adelante la dura empresa de la vida cristiana, de sostenerla en sus pruebas, de animarla y estimularla en los momentos de mayor oscuridad, pena o dolor… Ella es la “virtud existencial” por excelencia.
 


No es casual que hoy, con el florecer de las filosofías de la existencia, la esperanza esté sacudiendo a la teología, quien desde hace ya un tiempo intenta prestar más atención a la fragilidad de esta vida, a las incógnitas de su destino, al oscilar inquietante del yo arrastrado por las ilusiones de bienes pasajeros: la ciencia y la técnica de la civilización consumista de hoy, junto a la belleza y al placer de las aspiraciones de siempre. La esperanza se coloca, por tanto, en el centro de la existencia teológica, convergencia de la fe y la caridad, efecto de una y otra en el dinamismo del hombre viador.
 
Pero no se ha logrado todavía una auténtica teología existencial de la esperanza cristiana que profundice en aquellos momentos decisivos de la libertad que aspira a la salvación, que vence los obstáculos de la duda y del temor y trasciende el horror del presente en su lanzarse hacia la salvación futura. A medida que el hombre vaya avanzando en su intento de “dominar la tierra”, se irá encerrando más y más en la desesperación existencial: porque los peligros creados por la ciencia y la técnica, que pretendían erradicar la miseria y las desgracias de la vida, van empujando la misma existencia del hombre a un inestable y frágil equilibrio -y parece que ya lo han hecho- y no sólo la existencia del hombre, sino principalmente la de todo el Cosmos. El único refugio para el cristiano es la esperanza y por lo tanto le compete una gran tarea a la teología de hoy -la cual con razón se preocupa de la triste suerte del hombre que camina a la deriva en medio del mundo moderno y muy lejos de animarse a los bienes imperecederos del espíritu -la tarea de articular los “momentos” de la esperanza. Estos deberían -si la comparación no es muy profana, o más bien justamente por esto- articularse en un sentido y con un dinamismo opuesto al de Sein und Zeit (“Ser y tiempo”) de Martin Heidegger, filósofo que ha penetrado, con una facilidad preocupante, también en amplios sectores de la teología católica. Al “ser en el tiempo”, que es necesariamente un ser intrínsecamente finito -y ciertamente, según la expresión escalofriante de Heidegger, un “ser para la muerte” (Sein zum Tode)- es necesario contrapo­nerle un “ser para la eternidad” (Sein zum Ewigkeit) y al pseudotrascenderse de la existencia (Dasein) en el mundo, contraponerle la verdadera trascendencia de la libertad que alcanza la vida eterna, una vida que florece de la esperanza más allá de la sepultura.
 


Una vuelta a la teología patrística podría ayudarnos a reencontrar y poner nuevamente en circulación algunas de las verdades más preciosas de la esperanza cristiana. Santo Tomás, con el gusto finísimo que lo distingue, recuerda en la admirable cuestión disputada De spe el texto de San Ambrosio -en su comentario a San Lucas 17: Si tuviereis la fe como un grano de mosta­za… – donde se lee: Ex fide est caritas, ex caritate est spes. Ciertamente que se trata de una afirmación claramente existencial que supera el orden formal según el cual la esperanza sigue a la fe y precede a la caridad. Por su parte Santo Tomás comenta: “(Las virtudes teologales) a su vez circulan entre sí una en la otra con un cierto santo circuito (quodam sancto circuitu refunduntur). De hecho, cuando alguien de la esperanza pasa a la caridad, entonces espera mucho más perfectamente, y teme más castamente, como también cree más firmemente. Por lo tanto cuando San Ambrosio dice que de la caridad proviene la esperanza, el no está hablando de la primera generación de la caridad, sino de la segunda efusión de la caridad en cuanto que una vez infundida en noso­tros nos hace esperar y creer aún más perfectamente”2.
 
Se trata de la doctrina de la fe y de la esperanza consideradas en un primer momento “no informadas”, o sea sin la caridad, y luego “informadas por la caridad” o sea penetradas por ella, sacudidas y movidas por el arrastran­te ímpetu del amor divino. Esta es la esperanza que consideramos como la virtud teologal existencial por excelencia: ella arranca al alma de la pereza, liberándola de la “presunción” de una fe inerte y sin obras de amor, y la llena de una filial confianza en el Padre del cielo que nos ha creado con amor, al Hijo que nos ha redimido por amor y al Espíritu Santo que nos santifica en el amor.
 
El amor omnipotente y la omnipotencia amorosa son los goznes sobre los que gira la esperanza en cuanto movimiento existencial.
 


Esta estructura amorosa de la esperanza existencial es una característi­ca de la teología paulina: “El amor todo lo espera” (I Cor 13,7). El texto ha sido comentado admirablemente por Kierkegaard en Atti dell’amore, la obra maestra de sus escritos edificantes que puede ser considerado también como el compendio de su teología. Para Kierkegaard, como para Santo Tomás, el objeto de la esperanza es la vida eterna hacia la cual el hombre se dirige con los ojos puestos en Cristo, porque “Cristo es el camino”3: su anonadamiento (en la Encarnación) es el camino, pero también su Ascensión (en la Glorificación) es el camino. Pero el amor, prosigue Kierkegaard en total acuerdo con el Angélico, es más grande que la fe y la esperanza (er storre edn Tro og Haab), y asume inclusive el acto mismo de la esperanza. El amor se va edificando y nutriendo mediante esta esperanza de eternidad y a su vez trabaja por el prójimo con amor por esta esperanza. Veamos como entiende Kierkegaard el núcleo existencial de la esperanza, su “protensión” hacia el futuro que es la espera de la salvación. He aquí su pensamiento:
 
La esperanza como tensión hacia la eternidad: La esperanza se rela­ciona con el futuro, es decir con algo que es posible. Lo posible, a diferencia de la realidad, implica siempre una doble posibilidad: la del bien y la del mal. Lo eterno “es”; pero el punto de encuentro entre lo eterno y lo temporal, o su realización en el tiempo, no se da en el “presente”, porque el presente mismo sería entonces lo eterno. El presente, el momento (Oejeblikket), pasa tan rápidamente que en el fondo casi no existe; él es solamente un límite y por lo tanto ya ha pasado, y en cuanto pasado significa lo que en su momento fue presente. El momento en que lo eterno está en el tiempo es en el futuro (el presente no logra detenerlo y el pasado es ya pasado) o sea en lo que es todavía posible. El pasado es lo real, el futuro es lo posible; el eterno eternamente es lo eterno; en el tiempo lo eterno es lo aún posible, lo futuro.
 


La esperanza como espera (attesa4) de la eternidad: Por esta razón nosotros al mañana lo llamamos futuro, pero también la vida eterna es lo futuro. Lo posible en cuanto tal encierra siempre una duplicidad, y también lo eterno al relacionarse con lo posible incluye esta duplicidad. Por otra parte cuando el hombre, a quien pertenece el posible, se relaciona indiferentemente o del mismo modo a una y otra posibilidad, entonces decimos: el aguarda (attende). El esperar contiene la misma duplicidad que tiene el posible, aguar­dar es relacionarse al posible pura y simplemente como tal.
 
La espera (attesa) como tensión de esperanza y temor. En este sentido la situación será doble según la elección que hace el hombre que está a la espera. Si la espera se relaciona con la posibilidad del bien, ella se convierte en esperanza (speranza) y esta no puede por lo tanto ser una espera (attesa) temporal, sino  que es la esperanza (speranza) eterna.
 
La elección es la que decide. Pero apenas se realiza la elección el posible se cambia, porque la posibilidad del bien es lo eterno. Es solamente en el momento del contacto cuando las dos posibilidades equivalen entre sí; pero con la elección el hombre realiza algo infinitamente más importante de lo que parece, porque es una decisión eterna. Solamente en la situación de pura posibilidad, o sea para quien se encuentra aguardando (attesa) pura e indiferen­te, es igual la posibilidad del bien y del mal.
 
La eternidad tiene un rol fundante. En la actividad que lleva a la distinción -la elección es el acto que realiza tal distinción- la posibilidad del bien es más que mera posibilidad, porque ella es la eternidad. De aquí se sigue que quien espera, jamás puede ser engañado; porque esperar es atender a la posibilidad del bien, pero la posibilidad del bien es la eternidad5. O sea la trascendencia más allá del tiempo.
 


No por nada la instancia existencial brilló en la edad patrística y en la literatura mística. Para San Gregorio Nacianceno6 la esperanza en Dios y en la vida futura es la medicina que nos protege contra el dolor, que ayuda a soportar con tranquilidad de ánimo las pruebas de la vida: es la alta filosofía que da alas a las almas para librarse de las angustias de la vida y de las opinio­nes de la gente. Para San Agustín7 la esperanza puede ser comparada con el huevo. Aún no se ha transformado en ave, pero lo contiene dentro de su cáscara como la esperanza contiene el futuro de la eternidad y trabaja con paciencia en la espera y en las ansias de alcanzar la vida eterna.
 
La victoria de la esperanza se fundamenta en la victoria de Cristo, en la Ascensión que lo ha llevado a la diestra del Padre, con la seguridad de su regreso para juzgar al mundo. Una vez más escuchemos a Kierkegaard: “«Cristo asciende al cielo»: ninguno jamás ha vencido de ese modo.«Una nube lo oculta de sus ojos»: ¡ningún vencedor ha sido elevado de la tierra de ese modo! «Ellos no lo vieron más»: ¡ningún triunfo tuvo jamás un epílogo similar! «Él se sienta a la derecha del poder del Padre»: ¿luego el triunfo no es sólo la Ascensión? No, con ella comienza: Jamás ninguno ha obtenido un triunfo semejante. «El retornará con el ejército de los ángeles»: ¿luego el triunfo no finaliza sentándose a la derecha de la omnipotencia del Padre? No, eso era sólo el final del principio, ¡Eterno vencedor!”8.
 
Aquí la esperanza se actúa en un movimiento de doble espera (attesa) y de doble esperanza (speranza): el tiempo espera a la eternidad y la eternidad espera al tiempo.
 
 


1  Queremos ofrecer a nuestros lectores la traducción de este artículo como preparación al tercer milenio, alentando a vivir la esperanza en Quien no defrauda. Este artículo apareció por primera vez en Ecclesia Mater XI, 2, 1973, pp. 82-86 con el título Speranza ed esistenza cristiana y fue reimpreso en Momenti dello spirito, vol II, Edizioni Sala Francescana di Cultura, Asis, 1983, pp. 241-245 (Nota del Traductor).
2  Q.D. De spe a. 3 ad 1.
3  A este tema: “Cristo es el camino” o sea “la senda estrecha” que todo creyente debe seguir, Kierkegaard dedicó el segundo de tres Discursos que forman el tríptico edificante de “Para el examen de sí mismo” (Til Selvprövelse) del año 1851. Se trata de un comentario al relato de la Ascensión (I, 1-12) e insiste en el tema existencial fundamental de la “Imitación de Cristo” (cf. trad. it. in Kierkegaard, Opere, a cura de C. FABRO, Sansoni, Firenze 1982, pp. 923b-932a).
4  La lengua italiana posee dos palabras relacionadas con la esperanza para significar matices diversos de la espera. Así, la palabra attendere implica un esperar como actitud casi pasiva del que espera, un aguardar sin que implique una tendencia, o inclusive sin hacer referencia al objeto esperado. En cambio la palabra sperare indica esperar con confianza y tendiendo activamente a la consecución del objeto esperado. Dado que en castellano no poseemos dos palabras para distinguir estos matices dejaré en el texto la palabra italiana que corresponda (N. del T.).
5  SÖREN KIERKEGAARD, Kjerlighedens Gjerninger, Anden Folge, III; S.V.2 IX, 283 s.
6  S. GREGORIUS NAZ., Epistula 223; PG 37, col 365 B.
7  S.AGUSTINUS, Sermo 105, 5, 7; PL 38, col. 651.
8  SÖREN KIERKEGAARD, Per l’esame di se stessi, II; Opere, ed. cit,. p. 929.


Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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