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Paro un poco con el tema del Monstruo Manipulador, que retomaré en posts posteriores y gradualmente, viendo cada uno de sus aspectos. Les dejo este post que es continuación de Felicidad e identidad; patos, monos y hombres y, que dentro de mis preferencias, he disfrutado mucho más en escribir, espero que ustedes opinen lo mismo.
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Federico II Hohenstaufen (1194-1250), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y nieto del famoso Federico II Barbarroja, fue llamado en su tiempo «stupor mundi» (estupor o pasmo del mundo) por sus raras, profundas y excéntricas cualidades que escandalizaban a su entorno. Según algunos autores fue un adelantado para su tiempo, era ciertamente un transgresor que desafiaba las costumbres de su época, hecho que le hizo ganar su apodo. Gibelino, varias veces excomulgado por sus luchas contra el papado, se ganó también otro apodo, entre otras cosas, demasiado difundido en la historia de la Iglesia y de la humanidad, “el Anticristo”, pero, como muchos en esa época, a la hora de la muerte, arregló cuentas y murió vistiendo el hábito cisterciense.
Nació en público, en medio de una plaza, adentro de una tienda, parece que se dudaba de que su madre pudiera dar a luz, debido a lo avanzado de su edad, y como era una “cuestión de Estado”, nadie podía dudar de que fuese legítimo hijo de su madre, y no tuvieron mejor idea que hacerlo venir al mundo a la vista de una multitud de personas.
Este “stupor mundi” fue extremadamente inteligente, hablaba nueve lenguas y escribía en siete. Sus conocimientos abarcaban la filosofía, la astronomía, las matemáticas, la medicina y las ciencias naturales. Téngase en cuenta que la mayoría de los gobernantes de esa época eran analfabetos. Su sed de sabiduría lo llevó a fundar, en el año 1224, la Universidad de Nápoles. Tuvo un interés por la lingüística que casi se podría llamar “moderno”. Lo obsesionaba saber y determinar si existía una “lengua natural”, es decir, una lengua adámica, una lengua connatural al mismo hombre y que de algún modo fue utilizada, en el primigenio estado, para dar cumplimiento al mandato divino de “dar nombre a todas las cosas”.
Como todo buen científico, no se detuvo en el estadio analítico del estudio de las hipótesis y de la determinación a priori de la posibilidad de las mismas, en base a la coherencia interna con las leyes universales del ser y del conocer, no señores, como buen científico se aplicó a las cosas. Organizó lo que, a la postre, se revelaría como un crudelísimo experimento. Por supuesto, él no podía prever semejantes resultados. Ordenó que se recluyeran en una sala 30 recién nacidos y que se les suministraran los mejores cuidados de la época. Pero con una condición, las criadas que se ocupaban del cuidado de los niños no debían hablarles ni establecer con ellos ningún tipo de gestualidad que pudiera interpretarse de un modo afectivo. Él pensaba que, sin influencia humana alguna, el lenguaje adámico surgiría espontáneamente, y los niños hablarían, suponía él, hebreo, sin que nadie se los hubiese enseñado. El resultado fue desastroso, murieron todos los bebés, ninguno pudo siquiera alcanzar los tres años de edad.
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En los años 1940, Fritz Talbot, un pediatra americano, más precisamente de Boston, alarmado y preocupado por la muy elevada mortalidad infantil, en menores de 2 años, en clínicas y orfanatos, donde, en teoría, los bebés disponen de los mejores cuidados, decide viajar a una clínica de Duseldorf, Alemania, para investigar la mortalidad infantil en los hospitales. Las salas eran limpias y ordenadas en ese hospital, pero algo llamó su atención. Se dio cuenta de que una mujer, ya de edad y un poco gorda, llevaba en brazos un bebé con aspecto enfermizo. Preguntó al director del hospital por el nombre de esta mujer. “Oh, ella es la vieja Anna”, fue la respuesta. “Cuando hemos agotado todas las posibilidades médicas para un bebé se lo damos para que lo alce, lo sostenga y lo acaricie. ¡Siempre tiene éxito!”.
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Este hecho llamó poderosamente la atención de Talbot porque era contrario a las más estrictas reglas de asepsia que imperaban en la época. Los bebés no se podían tocar por peligro a contagiarlos o contaminarlos con cualquier cosa. Talbot, a partir de allí, sigue esta dirección en la investigación y tiempo después logra introducir grandes cambios en el funcionamiento de algunos orfanatos e instituciones de acogida de infantes en los primeros momentos de vida. Por ejemplo, el Hospital Bellevue en Nueva York instituye una nueva política: cada bebé debe ser protegido maternalmente, tenido en brazos, tocado, acariciado, varias veces al día. La tasa de mortalidad para los niños cayó a menos del 10%.
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René Spitz estudia a fondo todas las consecuencias de las privaciones emocionales de los primeros momentos de vida. Les pego aquí parte de un artículo de María Victoria Masi, donde se describen, sintética y correctamente, los resultados de la investigación de Spitz, es decir, las consecuencias de la falta de trato afectivo desde el mismo momento del nacimiento.
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Privación emocional parcial
La turbación postural y el bloqueo tónico con manifestaciones de malestar, de ansiedad y miedo, son provocadas por los cambios bruscos y repetidos en el marco de la vida y el carácter impersonal y neutro de los cuidadores recibidos. Por otro lado, la privación de los intercambios afectivos personalizados reduce las posibilidades para desarrollar sus expresiones mímicas, sus actitudes de comunicación, la comprensión de situaciones y la conciencia, por consiguiente, que podría adquirir de sí mismo y de los otros. Así podemos observar cómo las consecuencias pueden ser graves para el conjunto del desarrollo funcional.
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Aquí nombramos algunas de las características del lactante en los primeros tres meses de vida, sometido a una “Privación emocional parcial”:
1° mes: son llorones, exigentes.
2° mes: se cambia el llanto por chillidos, pierden peso y hay estacionamiento del desarrollo.
3° mes: hay rechazo de contacto, tienen la posición de boca abajo en la cama, insomnio, siguen perdiendo peso, tienden a contraer enfermedades, retraso motor, y rigidez de expresión facial.
Después del tercer mes, se fija la rigidez facial, ya no lloran, y se manifiestan mediante gemidos extraños; si en este periodo hasta el quinto mes se restituye la función materna, se revierte la situación emocional del niño.
A la privación emocional parcial se la denomina Depresión Anaclítica, y para que esta se produzca es necesario que el niño haya tenido buenas relaciones con la madre anteriormente.
Privación emocional total
Cuando hay una carencia total afectiva, estamos hablando de «Trastornos de privación emocional completa», Por ejemplo, en los niños que son entregados a un orfanato, puestos a los cuidados de niñeras (previo destete) que atienden a 10 niños a la vez dándoles solo los cuidados básicos (higiene y alimento), sobrevino primero una depresión anaclítica, y después del tercer mes se acentuó el retraso motor, la pasividad total, el rostro sin expresión, sin coordinación ocular, el nivel mental como el de un idiota, un 45% de la capacidad normal.
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El retraso motor les imposibilita darse vuelta en la cama; los que llegan a alrededor de los tres o cuatro años, no hablan, no se pueden poner de pie y generalmente no caminan.
El porcentaje de mortalidad es alto, el deterioro es progresivo en proporción a la cantidad de tiempo de carencia, se detiene el desarrollo de la personalidad, por no tener relaciones objetales (relación con el otro, primeramente con su madre) el niño no puede descargar los impulsos agresivos y los deposita en sí mismo (no asimila la comida), se ven situaciones autoagresivas.
Spitz hace un estudio comparativo entre los niños de un orfanato y los nacidos en una cárcel de mujeres; la característica fundamental fue que los niños cuyas madres eran reclusas tenían dificultades parciales afectivas sin llegar al marasmo, que podían ser revertidas por la situación de contacto con la madre, no así con los niños del orfelinato que sufrían una atención despersonalizada, pero con los requerimientos básicos.
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Conclusión no técnica, no por ello de menor importancia radical
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Vimos en un post anterior (Felicidad e identidad; patos, monos y hombres) cómo la felicidad en el hombre está condicionada, desde su mismo origen, por el modo en el que se estructura la identidad humana. A esta conclusión llegamos usando como modelo patos y monos, y vimos cómo todo animal 1 tiene como primera actividad estructurante de su identidad la búsqueda de un otro que, desde su misma alteridad, brinde un punto de partida existencial y un modelo adoptable, en cuanto semejante, como reflejo estructurante de dicha actividad. Tómese nota, por si alguien se distrajo, estamos distinguiendo dos principios fundantes de la estructura de la identidad: -el otro como punto de partida existencial, y, -el otro como modelo de semejanza. Esto significa que el otro, en su radical alteridad, no se limita a ser meramente “modelo imitable” (que sería el segundo caso), sino que brinda “algo más”. Ese “algo más” es el ser puesto como fuente real, por eso lo llamamos “existencial”, de protección, seguridad y confianza. La identidad no se estructura nada más que “imitando”, hay algo más fundante, que es el establecer una relación con un otro, que necesariamente tiene que ser real (y por eso existencial), no mero modelo teórico. La naturaleza de esa relación con ese otro es de confianza, confianza que implica dos aspectos: el primero es de “seguridad”, es decir, que de ese otro se espera nada más que bienes, el segundo es de “protección”, es decir que de ese otro se espera que nos ampare, nos aparte de los males. Este es el estadio más básico y profundo donde nace nuestra identidad. La identidad misma, y su posibilidad se originan en la radical indigencia de un otro en quien confiar, con quien sentirnos seguros y que nos proteja de todo mal (juro que no he querido parafrasear el Padre Nuestro…aunque puede que sea inevitable…). Sin este punto de partida básico, hasta para el mismo recién nacido, como se ve en el marasmo, la vida no vale la pena de ser vivida, o, simplemente, es imposible de ser vivida. Por nuestra radical indigencia necesitamos desde el mismo inicio de la vida vivir en la confianza, sin ella la vida es un imposible. El lenguaje mismo de la confianza es la afectividad, el contacto, las muestras sensibles de amor. Sin este lenguaje, el retoño de hombre simplemente muere, y el que no muere, queda profundamente “tarado” (sin querer usar el componente denigrante con que las lenguas neolatinas han cargado el término) en el sentido de defectuoso, inapto, inútil para ser un “hombre pleno” y, obviamente, para ser feliz. Me vienen ganas de echarle la culpa a Aristóteles, a la Heidegger, o, mejor dicho “a la badulaque que quiere hacer el giro copernicano interpretativo de todo lo anterior” (no lo digo solamente por Heidegger, sin por toda pretensión de “giro copernicano” que no sea integrativa y superadora), pero no, no lo voy a hacer. Aristóteles, simplemente, fue incompleto, intuyó que el hombre es ser social por naturaleza, tanto como la doctrina de la sustancia. Fueron los sucesores, fue la historia, fuimos todos quienes no quisimos completar lo que faltaba y encerramos la antropología en el hombre “sustancia independiente”, “ser en sí”, como si fuese una mónada leibizniana que transita impasiblemente por el mundo. Nos olvidamos de la indigencia radical del otro, con la que nace el cachorro de hombre, y nos olvidamos que tal indigencia lo constituye intrínsecamente, y lo condiciona en cualquier pretensión metafísica posterior, por sublime que sea.
También hagamos el mea culpa desde el cristianismo; no pocas veces la ascética cristiana ha ido en contra de los sentimientos, los ha mirado con desconfianza, porque ha visto simplemente la parte monstruosa que sobresale del iceberg, ha ignorado, cándidamente, el noventa por ciento que permanece oculto, y los ha ignorado porque, simplemente, son la cosa más evidente del mundo. A alguien que, por ejemplo, tiene siempre buen ánimo le es muy difícil entender al depresivo. Le parece un tipo enfermo por culpa propia (y puede que lo sea… pero no viene al caso), que no se cura porque no quiere. Se apropia de su buen ánimo como de una cosa evidente, que le pertenece como algo obtenido por mérito propio y hasta, neciamente, puede estar orgulloso de ello… en vez de dar gracias. Lo bueno siempre es evidente, como dice Tolkien, lo ponemos en cantares épicos cuando nos falta. El lenguaje mismo nace por la ausencia de la cosa deseada, sostiene Lacan, y, según mi opinión, no se equivoca. Los estudiosos de la evolución del niño afirman que el primer vocablo que el niño aprende es la palabra “no”. La primera simbolización humana es una negación, y es una paradoja del lenguaje mismo, que es ausencia de lo simbolizado. El “no” dicho se convierte en el primer rechazo radical simbólico a “perder algo” que es visto como bueno o a “recibir algo” que es considerado como malo. El lenguaje es nuestra primera defensa racional y adaptativa frente a la amenaza de lo real.
Pero no nos apartemos del tema, volvamos a que lo bueno es lo más evidente. Todo lo que forma parte de un bien superior y lo hace posible -como condicionante intrínseco- , simplemente, desaparece de la conciencia. En el desarrollo del crecimiento humano, por ejemplo, cada potencia cumple su lugar específico y tiende a desaparecer de los espacios de conciencia para dar lugar a funciones superiores, como sucede cuando aprendemos una lengua extranjera, primero escuchamos meramente sonidos, y prima en su rol el oído; después de a poco, distinguimos las unidades de sentido en esa masa informe de sonidos, ese es el momento de las palabras (y desaparece el sonido para el nivel más alto de la atención), por otra parte, paulatinamente aprendemos cómo juegan esas palabras entre sí (y desaparecen las palabras), es el momento de la sintaxis, hasta que hablamos fluidamente y desaparece el sistema lingüístico para hacer presente la realidad. El estadio anterior va desapareciendo y queda subsumido, invisible, imperceptible, absorto, en el superior, según su funcionalidad, para dar espacio en la atención a la funcionalidad superior.
Lo mismo sucede con la parte sensible nuestra y con nuestros sentimientos. La masa de miles de millones de hombres que todos los días amanece, se despierta y se levanta para afrontar la vida y un día más de su existencia, da por descontado, por ejemplo, el mínimo de “buen ánimo” que hace que esto sea posible. Da por descontadas miles de cosas en el delicadísimo entramado de sus sentimientos que lo ponen en movimiento cotidianamente. Lo único que percibe es lo que falta, la angustia, el estrés, cierto desánimo, el enojo, pero cero conciencia del ingente milagro de que, a pesar de todo, lucha y no se deja caer en la nada absoluta.
Y damos, ciertamente, por descontado el esencial alimento del frágil andamio emotivo que nos pone de pie: “los otros”, que se han filtrado en nuestra identidad y nos sostienen en este valle de lágrimas… de tristeza, cuando los hemos olvidado demasiado o no les hemos dado el lugar adecuado… o de felicidad, cuando los hemos integrado armónicamente en nuestro caminar cotidiano hacia el “Otro” definitivo.
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Conclusión técnica, de menor importancia existencial, no tan menor en lo teorético
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Desde el momento mismo en que nacemos se estructura nuestra identidad, y si hay estructuración de identidad, necesariamente, tiene que haber un yo 2 . Le demos la derecha en esto a Melanie Klein que pone el yo desde el mismo nacimiento. Todas estas experiencias e investigaciones no hacen más que dar por tierra con la tesis freudiana de un estadio, llamado autoerotismo, en que “la pulsión no está dirigida a otra persona; se satisface en el cuerpo propio, es autoerótica” (Tres ensayos para una teoría sexual, 1905). Según el primer Freud existe un primer estadio “an-objetal”, llamado autoerotismo, en el cual el niño responde a las pulsiones de un modo no totalizado ni unificado frente aun objeto estructurante desde su alteridad. Por el contrario, las pulsiones en este estadio son un mero manojo de impulsos. De modo que para el niño: “su primera actividad, la más importante para su vida, el mamar del pecho materno (o de sus subrogados), no pudo menos que familiarizarlo con ese placer. Diríamos que los labios del niño se comportaron como «una zona erógena», y la estimulación por el cálido aflujo de leche fue la causa de la sensación placentera. Al comienzo, claro está, la satisfacción de la zona erógena se asoció con la satisfacción de la necesidad de alimentarse. El quehacer sexual se apuntala {anlehnen} primero en una de las funciones que sirven a la conservación de la vida, y sólo más tarde se independiza de ella” (Tres ensayos para una teoría sexual, 1905). En suma, la actividad más importante del niño y último estructurante de la identidad, según el Freud de Tres ensayos para una teoría sexual, es el placer autoerótico de la nutrición apuntalado en dicha actividad nutritiva. Y esto no cambiaría demasiado para el último Freud que considera el autoerotismo como una función o actividad del narcisismo: “el autoerotismo era la práctica sexual del estadio narcisista de colocación de la libido” (26ª conferencia. La teoría de la libido y el narcisismo, 1917). Carece de importancia si el autoerotismo es un estadio independiente o una función del narcisismo, sigue siendo siempre, en ambas teorías, la primera actividad y la más importante en el rol estructurante de la identidad del niño.
Esto lo descartamos de plano, ya con los experimentos de Harlow (ver Felicidad e identidad; patos, monos y hombres), también con el fenómeno del marasmo que aquí presentamos y, por último, con todas las consecuencias de la ausencia de contacto humano en las edades tempranas de la formación del psiquismo. Desde el inicio mismo, el psiquismo está, podríamos decir, hambriento, no ya de la búsqueda de satisfacción autoerótica apuntalada en la alimentación, sino de la estructuración de la propia identidad. El psiquismo, desde el mismo nacimiento del bebé, y según muchos autores desde el seno materno, tiene hambre de estructuración de la propia identidad, no por medio de una libido autoerótica, sino por una asimilación de semejanza. De modo que la vida misma del bebé, su estructura psíquica, y el organismo como un todo están dispuestos a suicidarse, como hemos visto en el caso del marasmo, cuando no encuentran un objeto, que no es de mera satisfacción parcial autoerótica desde ningún punto de vista, sino que es de identificación total, en una relación de alteridad que es intrínsecamente constituyente de un yo (por medio de esa alteridad), que la busca y desea más que a la vida misma, de hecho renuncia a la vida si no la encuentra.
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[1] El hombre también es animal, aunque, por una especie de secreción metonímica del significado, en las lenguas neolatinas animal indica primariamente lo “no hombre”, y no, el género de los seres vivos y con sensibilidad, como sucedía en el latín, en donde bajo ese género convivían pacíficamente (desde el punto de vista semántico) los animales, tanto los racionales como los irracionales. La metonimia de la parte por el todo puede usarse tanto para expulsar parte de un significado de un nombre, como para apropiarse del significado de un nombre. En el caso de animal, ha sido expulsado semánticamente de la noción, hombre, dejando de lado su genérico “ser vivo sensible” para comenzar a significar, en nuestras lenguas, “ser vivo sensible irracional” por oposición al “ser vivo racional”, que, de paso, hemos olvidado ¡cuán radicalmente sensible es! También la función metonímica puede ser de apropiación, es el caso de denominar “americanos” a quienes en realidad son “norteamericanos”. Ambos procesos implican una deformación del lenguaje (cuando se alejan del fundamento real), y hacen ruido en el intelecto del que habla, por no significar adecuadamente la realidad. (volver al texto)
[2] En realidad las teorías del yo de Melanie Klein y de Freud se pueden integrar sin mayores dificultades. El yo de Melanie Klein es un yo sensible, podríamos decir un yo predominantemente animal, que funciona como unidad operativa y estructurante ya desde el mismo nacimiento del niño. El yo de Freud es el yo racional, que aparece posteriormente con las manifestaciones de la racionalidad, en especial con el lenguaje, y que nos hace específicamente humanos. Se comienza a poner de manifiesto, de un modo claro, no antes de los seis meses y muestra su especificidad en torno al año de vida. En esto, ambos tienen razón en su plano, y ambas teorías se pueden integrar pacíficamente. La seria dificultad, insisto, se encuentra en la tesis de la libido freudiana como principal estructurante de la identidad, ya sea en el estadio de autoerotismo del primer Freud, o como función autoerótica del narcisismo del Freud maduro. Se podría objetar que el Freud maduro, al fusionar prácticamente narcisismo y autoerotismo, viene a coincidir con Melanie Klein y pone el yo desde el nacimiento, por supuesto, cambiando su naturaleza de racional a sensible. Esto no es problema, se puede conceder. Insisto, lo que no se puede conceder es que la libido, en su función autoerótica, sea el principal estructurante de la identidad en ese estadio. Con esto no quiero negarle toda función a la libido autoerótica y a su expresión oral en este estadio. No, de ningún modo, ciertamente que es también un estructurante potentísimo, probablemente el canal que media el contacto con la realidad más importante en esa edad. Pero el hecho de que medie la estructuración de la identidad no hace que todo resultado estructurante de la identidad se agote en tal mediación. El yo temprano usa este y otros canales mediadores (los sentidos en general, con primacía probable de lo oral) de la estructuración de la identidad, pero el resultado, la identidad estructurada, no es un mero producto de esos canales mediadores, que resuelva toda su actualidad y perfección en meramente haber sido moldeada por ese medio. No, la estructura de identidad, ya en esa edad temprana, es un emergente, que no puede explicar toda su actualidad cualitativa en el mero canal mediador. La estructura de identidad es más que la oralidad, ya en el mismo estadio oral, aun concediendo que la oralidad sea el canal mediador más importante de tal estructura, no se puede conceder que la actividad más importante de la estructuración de la identidad sea fruto meramente exclusivo de la oralidad. No, ya desde el inicio mismo de la vida hay una actividad emergente de la misma oralidad, a pesar de estar en un estadio -como canal mediador- predominantemente oral, tal actividad es la búsqueda imperiosa de estructuración de identidad. Tal actividad tiene dos componentes fundamentales: en primer lugar, el reconocimiento y asimilación por semejanza -a modo de reflejo especular- de un otro que estructura la propia identidad; en segundo lugar, la atribución existencial a ese otro de ser una fuente real de protección y seguridad. Ambas cosas implican el estructurase por medio de un objeto, e implican ciertamente la presencia de ese objeto estructurante en la consciencia de un sujeto que pretende estructurar su identidad; lo que no presupone es que, en este punto del proceso, exista propiamente “una relación de objeto” (lo cual conlleva una ganancia cualitativa ulterior), esto es otro tema que no viene al caso explicar aquí y que no compromete este análisis. Pero que podría explicarse pacíficamente llegado el caso. (volver al texto)
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Felicidad e Identidad. Federico II Hohenstaufen, el Marasmo y nuestra radical indigencia de amor. by Psique y Eros is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 Argentina License.
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.
Psique,
Muy bueno el post!! (es un buen aporte para no mirar t.v), y parece que antes tenía más de escribir, je… o ahora menos tiempo, baya a saber uno.
Yo definitivamente no tengo ni tiempo ni capacidad como para comentar nada pasable, pero aunque sea copio textual algo que a mi gusto entona bien.
“….Así pues, el entre relacional presenta una naturaleza intencional o in-tensional, pues desde él se pone de manifiesto que el vivir del >yo consiste en un con-vivir, en un tender, en un vivir polarmente tensionado, en un entregarse de una u otra forma al otro polo relacional (el polo del tú, el noema) a partir del cual esculpe el suyo propio (el polo del yo, la noesis), al tiempo que -por idéntico motivo- el otro polo descubre por su parte su propia identidad gracias al polo distinto al suyo. >Autonomía abierta, pues, donde el >sí mismo no se ensimisma, la persona ejercita por ende la libre afirmación de su ser como apertura constitutiva desde el inicio: biológica, fisiológica, psicológica, anímica, humanamente en suma. Socialidad dialogante desde el primer instante, toda su existencia, pues, consiste en estar siendo desde la ek-sistencia (desde el existir a partir de), desde la ex-centricidad (desde el tener su centro a partir de los otros), de suerte que alcanza su condición de centro propio en la intercomunicación con otros centros humanos que, por su parte, la constituyen a ella misma desde sus respectivas centralidades.
Siendo-en-el-mundo, la realidad personal se evidencia como entidad relacionada, circunstanciada; de ahí que la célebre frase orteguiana «yo soy yo y mis circunstancias» no deba interpretarse como un yo cerrado o clausurado, que en un segundo momento hubiera de abrirse a las circunstancias foráneas, como si se tratase de un yo antecedente y separado, al que luego se le añadirían, desde el exterior, unas circunstancias consecuentes que nada hubieran tenido que ver conmigo, sino que, muy al contrario, lo que dicha frase indica es que la estructura original y originaria del yo es serlo como un yo que no podría ser pensado jamás como tal yo sin sus peculiares circunstancias, esto es, como un yo-y-mis-circunstancias, desde el inicio mismo de mi propio y más íntimo yo. De ahí también que en el caso de la relación personal prevalezca sobre cualesquiera otras modalidades relacionales la permanente dialéctica del perderse-encontrarse, del engagement-dégagement (E. Mounier), del dar(se)-recibirse, del desposeerse-poseerse, hasta el extremo de poderse afirmar sin vacilación que en la relación humana sólo se posee aquello que se da y que únicamente posee quien da, pues (antítesis de las garras y de la mano prensil) cuando son auténticamente humanas, las manos transforman tanto más cuanto más vacías se quedan.
En resumen, no busque nadie la humanidad en el egocentrismo, en el aislacionismo, en el solipsismo, sino la identidad a través de la alteridad, la identidad en la alterificación (en el hacerse alter), el yo en el tú de la relación diádica (M. Nédoncelle), o el yo en el ,’yo-y-tú (M. Buber). En esa dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso, vocación renacentista de convivio cósmico.”
Ahora, otra cosa no tan diferente y en el mismo sentido, en este caso un judío, Franz Rosenzweig.
…“El estoico ama al prójimo, el spinozista ama al prójimo por esto: porque se sabe hermanado al hombre en general, a todos los hombres, o al mundo en general, a todas las cosas. Frente a este ‘amor que arranca de la esencia, de lo universal, está el otro, el que surge del suceso, es decir, de lo más singular de todo lo que hay. Este singular camina paso a paso de un singular al próximo singular, de un prójimo al próximo prójimo, y renuncia al amor al lejano antes de que pueda ser amor al prójimo. Así, el concepto de orden de este mundo no es lo universal, ni el arché ni el telos, ni la unidad natural ni la histórica, sino lo particular, el acontecimiento, no comienzo o fin, sino centro del mundo. Tanto desde el comienzo como desde el fin del mundo es infinito; desde el comienzo, infinito en el espacio; hacia el fin, infinito en el tiempo. Sólo desde el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado hogar, un palmo de tierra entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose siempre más y más allá. Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se convierten, de conceptos-límite de la infinitud, en mojones de nuestra posesión del mundo; el comienzo en creación, el fin en redención”
En resumen,… amar es lo que importa: “ La caridad hace presente el don, presenta el presente como un don. Hace don al presente y don del presente en el presente” (J.L Marion). Ni Prometeo ni Narciso entendieron, a este respecto, la lección que les suministró el aparentemente indocto pero realmente apasionado en lúcida ingenuidad hermanito Francisco de Asís.
Y sí, Gabis, y sí, somos en relación, somos el producto de infinitos espejamientos en los demás… y sin esos espejos o seríamos hombres en absoluto….