Freud, el primer gran sistematizador de la psicología como “curación”, fue, en primer lugar, un neurólogo. Su visión de la psicología tomó forma, claramente, desde el punto de vista de la medicina. Por lo que se asoció implícitamente a la psicología, desde su mismo nacimiento, el mensaje de que es algo que sirve para “curar”. Así como la medicina cura enfermedades del “soma” –del cuerpo–, la psicología cura las enfermedades del “aparato psíquico”: “Nuestro primer propósito fue, sin duda, comprender las perturbaciones de la vida anímica de los seres humanos, porque una asombrosa experiencia nos había mostrado que en ella comprensión y curación andan muy cerca, que una vía transitable lleva de la una a la otra” (34ª conferencia; Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones, 1933). El neurótico es claramente un enfermo y se lo estructura y analiza con un lenguaje medicinal específico: “Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente muy próximos a los psicóticos: el enorme número de los neuróticos de padecimiento grave. Las condiciones de la enfermedad, así como los mecanismos patógenos, por fuerza serán en ellos los mismos o, al menos, muy semejantes. Pero su yo ha mostrado ser capaz de mayor resistencia, se ha desorganizado menos. Muchos de ellos pudieron afianzarse en la vida real a despecho de todos sus achaques y de las insuficiencias por estos causadas. Acaso estos neuróticos se muestren prestos a aceptar nuestro auxilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y probaremos hasta dónde, y por cuáles caminos, podemos «curarlos»” (Esquema del Psicoanálisis, 1940). Al neurótico se lo llama “enfermo psíquico”, soporta un “padecimiento grave”, tiene “mecanismos patógenos” en sus mismas “condiciones de enfermedad” y son susceptibles de ser “curados”. El lenguaje y el enfoque es claramente medicinal, y ese mismo lenguaje termina estructurando conceptualmente la mirada sobre el problema. Inmediatamente después de Freud, la psicología comenzó, de a poco, a quitarse el chaleco de fuerza de una perspectiva mecanicista y termodinámica de la psicología para, muy gradualmente, incorporar nociones cada vez más amplias y humanas respecto del funcionamiento psicodinámico del hombre. Sin embargo, el lenguaje médico quedó instalado, y se hace difícil substituirlo, y de un modo muy sutil continúa –no se si diría estructurando– condicionando la mirada de la psicología, al menos, seguramente, en su instancia práctica, a la hora de establecer en concreto una relación entre el “terapeuta” y el “paciente”.
“Terapeuta” viene del griego θεραπευτής que significa “el que cura”, “el que sana”, y “paciente” viene del verbo patior, en su forma participia activa patiens, que significa “padecer”, “sufrir”, es decir soportar pasivamente sobre sí algo. En definitiva tenemos un médico y un enfermo, lingüística y conceptualmente hablando. Y no es un dato menor. Todo el imaginario y la “gran narrativa” popular así lo entienden, el noventa por ciento de las personas entiende que el que va al psicólogo es porque está enfermo. El 9,99% restante, probablemente, sea más sutil y pueda entender cierta jerga psicológica, por lo que planteará el ir al psicólogo como una necesidad de “resolver conflictos” o “complejos”, o algún tipo de dificultad de relación, no necesariamente encasillada como enfermedad. Pero aun en esta franja de personas, ninguna recurrirá al psicólogo simplemente porque desea “crecer”, sino que, por el contrario, lo hará como último recurso, cuando ese problema se le escapa de las manos, cuando amenaza su autonomía.
Grupo terapéutico de Rogers (el primero de la derecha)
psicología no pasiva
Uno de los primeros –probablemente el único– en darse cuenta del condicionante que implica usar un lenguaje “terapeuta-paciente” fue Carl Rogers, pero sus cambios no fueron del todo felices, simplemente comenzó a llamar al paciente “cliente”, expresión horrible si las hay, para evitar toda la pasividad que implica el término paciente, pero conservó el término “terapeuta” para el psicólogo.
Por ahí un badulaque saltará y dirá “sapientis non est de nominibus curare” (no es propio de los sabios preocuparse por las palabras) frase de Tomás que, por lo general, aparece en objeciones y se suele citar orondamente, por alguien que no entiende demasiado de distinciones, sin leer la respuesta a la objeción donde aparece la frase: “sapiens bene curat nomina, secundum quod exprimunt proprietatem rerum, et non propter se” (El sabio cuida muy bien de las palabras en cuanto expresan propiedades de las cosas, no en sí mismas consideradas). Por supuesto, la lingüística moderna nos ha hecho saber que la sinonimia perfecta no existe y que toda palabra expresa, en mayor o menor medida, propiedades de las cosas, o mejor dicho, que toda palabra fraguó en virtud de alguna propiedad de lo real que la hace única, individua, semánticamente hablando. Por tanto, en la relación psicólogo-paciente, las palabras tienen mucho peso, son el primer marco que fija semánticamente la posición de cada uno, y, que, a la postre, de un modo u otro, en virtud de la gran narrativa popular o del mismo peso significativo de las palabras, en mayor o menor medida, terminará condicionando dicha relación.
médico-paciente / curador-enfermo
Ahora bien, ¿cuál es la propiedad de la cosa que vuelve reduccionista y limitante el uso del par terapeuta-paciente? Aquí la cosa es el hombre, y una semántica nacida puramente del ámbito medicinal, al menos, condiciona fuertemente la relación que se establece entre ambos. ¿De qué modo? Simple, el médico cura, y, la mayoría de las veces, puede curar con o sin la voluntad del paciente. Si el enfermo tiene una infección se le inyectan antibióticos y se va a curar, dentro de ciertos límites, quiera o no. El psicólogo, por su parte, no puede prescindir de la voluntad de sanarse del paciente, sin ella no hace nada, ni puede hacer nada. Parece un pequeño detalle, pero solo eso ya cambió totalmente la perspectiva de relación, aparece, en este punto, un emergente, algo totalmente nuevo, que redefine toda la situación.
Desde esta nueva perspectiva, el “paciente” no puede en absoluto ser más paciente, es decir, pasivo receptáculo de la cura o sanación que otro le da en un modo, llamémosle, “nutricio” (entiendo por “nutricia” la actitud de quien alimenta a otro directamente poniéndole en la boca la comida). El “paciente” se convierte en el principal “agente” (viene de la forma participia activa de agere: obrar) de su salud, el psicólogo pasa a un segundo plano y se convierte en un “agente extrínseco”, alguien que, desde afuera, meramente ayuda siendo testigo del proceso de curación. Y al mismo tiempo, espejo humano en el que ese, ahora llamado “agente” –antes paciente– se confronta, se mide, discerniendo qué es lo propio, qué es lo que le pertenece, a lo más íntimo de su ser y de su crecimiento –no le llamemos más salud– para poder alcanzar su plenitud. Discierne, en ese mismo confrontarse con ese otro llamado psicólogo, cuales son el cúmulo de cosas que ha incorporado, y que lo contaminan, y no lo dejan ser feliz por el solo hecho de no pertenecer al círculo más íntimo y auténtico de su identidad. Ese otro, llamado psicólogo, será cada vez más agente extrínseco, perfecto mayeuta, que intenta, de manera progresiva, y por todos los medios, perder protagonismo, desaparecer del proceso y procura –acmé absoluto de su profesión– que ningún mérito le sea atribuido en relación con cualquier resultado logrado en ese mismo proceso.
Díganme ¿que tiene que ver el perfecto mayeuta que acabo de describir con el concepto del médico o terapeuta actual (tomado del modelo medicinal y nutricio)? Nada, en absoluto, o tal vez haya una cierta coincidencia en un pequeñísimo ítem de humanidad que la narrativa popular le exige a los médicos, pero aparte de esto, en lo específico de la función de cada uno, no tienen que ver nada en absoluto.
Otro elemento que prueba lo mismo son los instrumentos que usan cada uno. El médico usa su ciencia, las medicinas y todo el instrumental ligado al objeto de su ciencia, la aparatología, análisis, instrumentos físicos, etc. El principal instrumento del mayeuta es él mismo, y él mismo en cuanto persona, que plásticamente se brinda como mero testigo y espejo de la construcción de la identidad del, ahora llamado, “agente”. Espejo que tiene que ser el reflejo más fiel posible de la identidad del otro imbuido en discernir lo propio de lo ajeno, lo auténtico de lo inauténtico, lo que realmente le pertenece de lo que simplemente se la ha adosado de un modo parásito en la vida.
Alguien podría objetar que el psicólogo, frente a trastornos psicológicos más graves, tiene que ser más directivo, más médico y menos mayeuta, y es verdad; cuando los problemas del paciente, y en esa misma medida, son más graves y disfuncionales es entonces cuando, debido a la clara desestructuración del paciente, el psicólogo tiene que “prestarle” estructuras, de un modo directo y nutricio, sin esperar a que surjan de él mismo. Pero son justamente estos pacientes los que pueden recibir el nombre de “enfermos”, porque sus padecimientos son hasta tal punto disfuncionales que no permiten que organice mínimamente su vida para “funcionar” con autonomía. Esto prueba, justamente, que la novedad del rol de mayeuta, que tiene que ejercer el psicólogo, es más amplio, menos restrictivo, al menos desde el punto de vista humano, que el rol del mero médico o terapeuta –en su sentido etimológico. La novedad emergente determina qué es el psicólogo en cuanto tal. Dicho de otro modo, menos técnico, un arquitecto puede saber pegar ladrillos, un albañil es muy improbable que sepa calcular y diseñar estructuras. El psicólogo tiene que saber pegar ladrillos, es decir ser directivo y nutricio cuando hace falta, pero lo suyo específico no es eso, sino ser mayeuta, calculando y diseñando, en su mismo esconderse y dejar espacio para, la identidad del otro con el cual entra en contacto.
Mi propuesta semántica queda, entonces, de este modo: el psicólogo, en cuanto hace ejercicio del crecimiento personal del otro con quien contacta, no debe llamarse ni analista, ni terapeuta, sino mayeuta. Para que el nombre le pese como una mochila de piedras y nunca se olvide que está obligado a desaparecer y a no crear, de ningún modo posible ni pensable, dependencias. El paciente o analizado debe llamarse agente, naciente o creciente, nunca más “paciente” o pasivo receptor de la curación nutricia que un otro le regala. No, tiene que tener en su nombre el molesto acicate que lo arrastre a ponerse en el rol de protagonista absoluto de su propio destino. Pero bueno, seamos realistas, las semánticas se imponen por el uso, no basta con gritar que la semántica que todo el mundo usa está errada. Sin embargo, alguien tiene que decirlo por primera vez, o segunda, o tercera… hasta que finalmente pueda imponerse o no, pero nunca sucederá si no se intenta.
Comencé este post con la idea de desarrollar el concepto de que la psicología no es para “enfermos” solamente, sino también para sanos, al final no hablé nada de eso, me dediqué más al rol del psicólogo, pero se los prometo para otro post. Hasta la próxima.
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.
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Bastante util e interesante tu aportacion, muy importante a la hora de la practica, cuando incluso se sigue cuestionando si al psicologo se le debe llamar «doctor» como si el ser médico representara una totalidad o supremacia en el quehacer psicoterapéutico a traves de la psiquiatria