Una relación profunda y significativa para una persona, una relación que haya realmente afectado y moldeado la estructura psíquica de alguien puede ser solamente de dos modos: sana o enferma. Por supuesto no entendiendo esta dicotomía en una lógica binaria de ceros y unos, sino con la multitud de matices que va desde la salud a la patología y viceversa. En realidad, perogrullescamente, lo que quiero decir es que nunca es indiferente.
¿Cómo saber si una relación es sana o enferma? Si bien habría miles de distinciones para hacer en cada caso en particular, la respuesta es bastante simple, una relación significativa es sana en la medida que promueve la autonomía, el crecimiento, la madurez, la resiliencia. Por el contrario, es enferma, cuando atenta contra todas esas cosas en algún grado.
¿De qué modo práctico puedo identificar si una relación significativa es sana o enferma? La respuesta está en si me puedo configurar psíquicamente, es decir si me puedo estructurar a mí mismo en ausencia física y real de esa relación. Dicho más crudamente es si, por muy significativa que haya sido esa persona y su relación, puedo plantearme la posibilidad y la responsabilidad (que no son lo mismo) de una vida plena sin esa persona.
Conversando con un amigo me dijo algo que me sorprendió, yo le pregunté si no era muy dura la soledad de tener un trabajo que lo vuelve un poco nómade, sin dejarlo echar raíces en un lugar determinado. Él me respondió que había “digerido” dentro de sí todas las personas significativas de su vida (padres, amigos y amores), las tenía dentro de sí, lo acompañaba siempre lo mejor de esas personas, sin embargo no le pesaba la ausencia física y real de esas personas ya que de un modo distinto esas personas estaban siempre con él.
Nunca estamos solos, cuando cada uno de nosotros camina y avanza en la vida lo hace junto a una legión de personas que lo han moldeado.
Las personas son también un aprendizaje que tenemos que hacer. En la vida tenemos la obligación y la necesidad de “aprender” personas. La primera persona que aprendemos es nuestra madre, lo cual se vuelve, tal vez, el aprendizaje matriz de todo aprendizaje (y digo tal vez, porque alguno puede cambiar la madre concreta biológica por la figura materna, que es de lo que estoy hablando). Después viene el padre, que representa la ley, como un límite, no que recluye, sino que abre la puerta para el despliegue infinito de nuestras posibilidades. El padre rompe la simbiosis madre-hijo, con una ley que, aunque reprime el deseo de la satisfacción total de todo deseo que presenta esa relación primitiva y primigenia (madre-hijo), habilita el deseo del hijo para construirse a sí mismo en la infinidad de posibilidades que la realidad misma de las relaciones con OTROS, que no son madre, ofrece. Dicho de otro modo el padre, con su instrumento la ley, rompe el saco amniótico psicológico que recubre la relación de la madre con el hijo, y, desde ese mismo momento, habilita al hijo a desear las relaciones con los demás que no son madre e hijo.
Entonces, teniendo como modelo la más fundante de las relaciones podríamos preguntarnos: ¿qué hace que “aprendamos” a una persona correctamente de modo que no se convierta en una relación enferma?
Todo aprendizaje, dice Piaget, se da por un mecanismo de asimilación que es una “interiorización o internalización de un objeto o un evento a una estructura comportamental y cognitiva preestablecida”. Es decir, lo mismo que sucede con la comida, eso que está afuera lo incorporo de algún modo adentro. Hay un yo, por tanto hay un adentro y un afuera (un no-yo), y aquello que está afuera, que es no-yo, lo aprendo cuando lo incorporo dentro de mi estructura psíquica y comienza a formar parte de mí.
¿Cómo puede convertirse una persona que asimilo en mis estructuras psíquicas internas en una relación enferma?
La respuesta está de nuevo en Piaget, según él, para que haya un aprendizaje funcional, es decir verdaderamente útil y perfectivo de la persona, la asimilación del objeto tiene que ir acompañada de la “acomodación”. Por tanto lo aprendido, para que sea sano, tiene que ser acomodado en el interior de la persona para que se integre armónicamente con la totalidad jerárquica de los elementos que componen la salud psíquica de una persona, es decir el equilibrio sintónico entre lo aprendido y todas las riquezas que constituyen a la persona en un ser libre e independiente. Cuando no se “acomoda” el objeto aprendido de un modo armónico al conjunto total de lo que el sujeto que aprende es y de su autonomía, entonces se da una relación enferma.
¿Cómo es posible que no se dé una acomodación adecuada? De muchos modos, pero por lo general el objeto a ser asimilado no favorece la autonomía del asimilante y en vez de convertirse en un objeto psíquico más, acomodado entre otros objetos psíquicos del asimilante, subrepticiamente se desliza hacia una “asimiliación directa” del otro a la propia identidad del que asimila, sin pasar por el proceso de la acomodación.
Cuando hay una relación enferma el otro no está “digerido”, como decía mi amigo, convirtiéndose en un objeto psíquico más en relación armónica con el resto de lo que la persona es, muy por el contrario, el otro se vuelve algo “indigesto” dentro del yo de la persona que está enferma con esa relación y, así, se vuelve codependiente. Sin el otro real, físico y concreto no puede vivir, o, al menos, le cuesta una enormidad procesar la ausencia del otro, o termina teniendo consecuencias graves sobre la autonomía, el crecimiento, la madurez y la resiliencia de esa persona.
¿Por qué?
Simple, el Yo, en última instancia, solo cuenta consigo mismo. No vamos a decir soberbiamente con Heidegger que hemos sido arrojados en el mundo (Der Mensch ist in die Welt geworfen), aunque una pléyade de cosas puedan ser efectivamente agresivas para un Yo que amanece a la realidad.
No, en la infinidad, absolutamente desbordante, de placenta existencial que hace posible la vida humana, tenemos la obligación y la responsabilidad de ver un Otro, de ver una intencionalidad que ha preparado el seno total que cobija toda posibilidad de desarrollo del hombre. Sin embargo, dejando de lado ese Otro infinito, en última instancia, el Yo solo cuenta consigo mismo.
Por tanto debe construirse a sí mismo sin dialécticas, incorporando, asimilando y aprendiendo a los demás, pero sin jamás apagar esa verdad del último fundamento de su autonomía. Cuando el otro no se incorpora como un objeto aprendido psíquicamente identificable y que puede ser puesto en un lugar totalmente determinado de la estructura psíquica, en realidad termina incorporándose a la identidad misma de la persona y a su punto resolutivo más íntimo, su Yo.
Si es así ya hay patología, en el Yo se ha incorporado inconscientemente algo extraño al yo convirtiéndolo en una posibilidad de sí mismo. Dicho de otro modo: “Yo, para ser Yo, tengo que ser con este otro indigesto arrojado dentro de mí mismo”, de modo que si el “indigesto” falta se produce automáticamente la amenaza de aniquilación de mi mismo.
¿Qué consecuencias tiene?
La autonomía se ve profundamente afectada, nadie que haya incorporado algo “indigesto” al principio más íntimo de su autonomía y de su ser, puede, por eso mismo, ser capaz de autogobernarse de un modo sano. ¿Por qué? Porque ha puesto en una región donde se coloca solo y únicamente lo que depende de sí algo sobre lo cual no tiene poder. Algo que lo condiciona, algo que lo coarta a una cláusula de sí mismo: “sin este otro, concreto y físico, yo no soy yo”. Por tanto tendré una autonomía relativa, podré “autogobernarme” en la medida que absolutamente y en todo momento pueda contar con un otro. Lo cual es un oxímoron, un Yo que necesita absolutamente de un otro, real y físico, para ser un Yo, es lo mismo que hablar de un círculo cuadrado.
Por tanto este tipo de personas y las estructuras psíquicas, que en el ámbito de este tipo de patología se desarrollan, serán de una autonomía limitada, que puesta a prueba por una circunstancia difícil termina paralizando a la persona, la circunstancia la desborda y la desestructura, porque no ha sido entrenada en la madurez definitiva de la emergencia del Yo.
La resiliencia también se ve profundamente afectada. La resiliencia es simplemente la capacidad de reinventarse frente a una situación adversa. Por lo tanto es esencial la plasticidad del yo para que exista resiliencia. Sin embargo, el Yo que ha asimilado a un otro a su identidad, de un modo indigesto sin acomodarlo como un objeto psíquico más entre otros objetos, de modo tal de hacerlo entrar en el sancta sanctorum de la intimidad de sí mismo, se enrigidece y fosiliza automáticamente. La plasticidad del Yo se basa en la libertad del hombre, en su capacidad de elegir, pero si la necesidad del otro se instala de un modo absoluto e indigesto ahí ya no hay posibilidad de elección, hay rigidez extrema, como dice Lerner, después de ti no hay nada. La capacidad de reinventarse desaparece porque poner algo sobre lo cual no tengo dominio, poder, ni elección como el constitutivo más íntimo de mi identidad implica condenarme a ser así, fatalísticamente, de ese modo, en relación a ese otro. Toda posibilidad de cambiar y reinventarse desaparece. Por tanto lo que más pesa en la consciencia cuando ese otro no está es que «nunca nada volverá a ser lo mismo». Frase obvia, porque bien entendida dice que nada es lo mismo que lo que fue, y así es una mera afirmación metafísica, pero en la cabeza de alguien que está sumergido en una relación enferma significa: «es imposible, desde todo punto de vista, que vuelva a ser feliz como lo era estando en relación real y física con esa persona». En otras palabras la vida vuelta tragedia griega, sobre la cual el Yo, no tiene más nada para hacer ni para decir.
La madurez es otro de los elementos que sufre una consecuencia catastrófica. Entre los muchos elementos que constituyen a una persona madura, uno de ellos es que su individualidad se va consolidando, pero la individualidad no se puede consolidar si se incorpora acrítica e indigestamente un otro a la propia identidad. La individualidad se solidifica en la relación a ese otro. Ese otro se convertirá en un mero nene de mamá, o en una mera mamá de sus hijos, en un mero esposo o esposa de, etc. El yo no trasciende la relación con el otro y no lo ha dejado crecer ni madurar, al menos todo lo que debería.
Bien, cierro por aquí este post, que ya se volvió enorme.
Continuaré, en otros posts, con los modos y circunstancias que favorecen y propician este tipo de relaciones enfermas.
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.