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autoretratoHace tiempo que buscaba una imagen que pudiese hacer entender un concepto bastante difícil de aferrar, sobre todo en contexto terapéutico, es decir para mis pacientes.
El concepto en filosofía y en metafísica es bastante sencillo: “el bien y el mal no son dos contrarios que están un mismo género, no tienen la misma densidad ontológica”. Dicho de otro modo el bien no es lo contrario del mal como puede ser el frío lo contrario del calor, o un ácido lo contrario de una base.
Concebir de este modo el bien y el mal es lo que hace la doctrina de Manes, no de Facundo el neurólogo (aunque ambos comparten el gusto por lo mágico, al menos en el análisis causal), sino del sabio persa del siglo tercero después de Cristo. Para Manes, no Facundo insisto (aunque haya similitudes), el bien y el mal son dos principios eternos, con igual densidad ontológica, en permanente lucha y en una antítesis irreconciliable. Para los fanáticos de la Guerra de las Galaxias, el lado bueno y el lado oscuro de la Fuerza. Esto es lo que conocemos como ‘Maniqueísmo’, que no es la doctrina de Facundo, perdone la insistencia.
En el realismo, en la filosofía del ser, el mal no tiene de suyo densidad ontológica, es mera carencia de ser.
Ante tal afirmación nuestra sensibilidad se rebela y comienza a gritar ¿quéééé, el mal no existe?
Sí, el mal existe como un parásito corrosivo del bien, y como el bien en su última determinación ontológica, el bien moral, depende de una libertad creativa que lo haga existir, sea por derecho propio sea participada (esa libertad creativa), por eso mismo el mal se convierte principalmente en un principio de autodestrucción, de aniquilación, de nadificación.
¿Por qué nos cuesta tanto entenderlo?
Porque nuestra inteligencia necesita ‘nombrar la realidad’, ‘crear un verbo’, ‘corporizar’ para poder entender todo lo que entiende, también para el mal y para la nada.
La nada no existe, pero para darle un lugar en mi sistema conceptual necesito darle un nombre, que a su vez está por un concepto y que por ‘determinación sistémica’ nos permite, a contraluz, entender el ser en su justa dimensión, aunque el ser ‘emerja’ sobre la nada y no agote toda su riqueza ontológica en ser mera relación a la nada. Hasta acá realismo puro.
¿Todo esto qué tiene que ver con la psicología?
Mi experiencia de vida, a lo que se le suma la experiencia concentrada del consultorio, me ha mostrado que el neurótico construye una narrativa de sí mismo que es maniquea. Si hacemos recurso a lo teórico puro ya la descripción kleiniana del objeto interno bueno y el malo (pecho bueno y malo) como prototipo de toda experiencia gratificante, el bueno, y de toda experiencia frustrante y agresiva, el malo, nos planta en un claro escenario maniqueo. El punto de partida mismo de la psique humana en su estructuración es maniqueo, y es, como Melanie Klein lo califica, una ‘psicosis normal’, ‘normal’ porque se da en un estadio del desarrollo como punto de partida de construcción del psiquismo, pero ‘psicosis’ al fin de cuentas, es decir un estadio (posición esquizoparanoide) destinado a ser superado, dejado atrás, e integrado en una síntesis superior (posición depresiva).
La noción de posición, nos explica Melanie Klein, es algo que no se supera totalmente, ciertos vestigios y mecanismos de defensa de cada posición quedan en el neurótico normal siempre.
Esto es lo que justamente quiero resaltar, el maniqueísmo en la narrativa que el neurótico tiene de sí mismo es algo que podemos encontrar con toda seguridad y es fuente o punto de partida de un sinnúmero de patologías.
¿Qué quiere decir esto?
Quiere decir que el neurótico se cuenta su historia a sí mismo como un cúmulo de experiencias buenas y malas, según el juicio que él mismo da de ellas al haberlas vivido como frustrantes o gratificantes, y que las concibe como dos principios de igual densidad ontológica en la formación de su identidad, y en el juicio de valor que tiene de sí mismo que llamamos autoestima.
Esta lectura infantil y maniquea de la propia historia está asimilada de un modo inconsciente en la valoración que la persona tiene de sí mismo provocando desde inseguridad, en el mejor de los casos, hasta patologías más graves como complejo de inferioridad, queja crónica, autocompasión, depresión, ciclotimia, etc.
El relato que el neurótico hace de sí mismo se convierte en una lucha maniquea, dicotómica y ambivalente de bien y mal, de frustración y de gratificación, de compartimientos estancos con cargas emocionales de sentido contrario que nunca terminan de vencer las unas sobre las otras y siempre están en guerra.
Tratando de hacer ver estas realidades a mis pacientes mi cabeza buscaba más o menos inconscientemente un ejemplo que ilustrara el problema y que, como todo buen ejemplo, lo hiciera más fácil de entender creando una fantasía concreta en la que se arraiguen distinciones tan sutiles.
Finalmente lo encontré en los procesos químicos reversibles e irreversibles.
La versión maniquea de nuestra historia es concebirla como un proceso químico reversible, en el cual la condición final del elemento químico depende de cual fuerza ha prevalecido. Por ejemplo el estado del agua. Las fuerzas contrarias son el frío y el calor. Si aplico frío al agua se congela. Si aplico calor al hielo se derrite. La lucha eterna entre frío y calor. En términos psíquicos el agua no es lo que es, sino que es el producto de una lucha exógena de principios que la hacen ser tal líquida o sólida, frente a lo cual de un modo determinístico y trágico tiene muy poco o nada para hacer.
Así concibe el neurótico su historia, como el resultado de una contraposición conflictiva  de experiencias buenas y malas, que de modo exógeno y predeterminado lo hacen ser lo que es.
Obviamente esta narrativa es un angustioso calabozo anímico para quien tenga que soportarla.
Pero este modo esquizoparanoide (= dicotómico, para neófitos) de concebirse a sí mismo está destinado a ser substituido por un relato más sano de quien se es.
Para ejemplificarlo sirven justamente los procesos químicos irreversibles.
Si tomamos harina, agua y levadura y hacemos una masa de pan para luego ponerla al horno a una temperatura adecuada después de un tiempo obtenemos un pan. Si a ese pan lo pongo en el freezer a 20 grados bajo cero, va a seguir siendo pan, pan congelado, pero pan, no va a volver a ser masa de harina, agua y levadura nunca más.
Lo mismo sucede con nuestra psique, si, sobre todo en la infancia temprana, tenemos la suficiente cantidad de experiencias gratificantes y frustrantes adecuadas (en definitiva experiencias de amor que gratifica y frustra) la psique se ‘hornea’ para bien de un modo irreversible, esa ‘horneada’ se confirma o sirve de ‘prototipo’ (en el decir de Melanie Klein) en toda experiencia buena posterior, pero no se destruye con las ‘experiencias malas’, ni disminuye, ni mengua.
El conjunto de experiencias traumáticas vividas, por tanto, no disminuye en mí aquí y ahora las posibilidades de todos los desarrollos plenificantes que yo libremente elija para construir mi identidad, siempre que sean realistas, obvio.
La lectura maniquea e infantil que nuestro inconsciente hace de los hechos traumáticos vividos nos hace víctima de una especie de síndrome de indefensión adquirida que implícitamente nos susurra frente a las dificultades un ‘no puedo’ o un ‘no soy digno’.
Para explicar rápidamente la indefensión adquirida está maravillosamente ilustrada en la muy conocida parábola del elefante criado en el circo. Cuando era pequeño fue amarrado a un poste por medio de una fina cadena lo suficientemente fuerte para sujetar, justamente, un elefante pequeño. El elefante creció pero permaneció intacta en él la creencia de la imposibilidad de romper la cadena, de modo que la misma frágil cadena era capaz de sujetar un enorme elefante de varias toneladas de peso.
La narrativa maniquea e infantil, que nuestro inconsciente elabora sobre nosotros mismos, produce el mismo resultado: un juicio debilitado sobre nuestras posibilidades de ser que nos ata con una cadena determinística y fatal a los hechos traumáticos experimentados.
Conclusión: “Hay que cambiar la narrativa”
¿Cómo?
Solo, con muchas dificultades.
En un contexto de consultorio podría ser un eje terapéutico clave.
De nuevo, ¿cómo?
Explicarlo amerita otro post completo, si es que este post suscita preguntones que incentiven a escribirlo.
 
 
 
 
 
 

Eduardo Montoro

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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