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Stephen R. Covey, el autor del vendidísimo Los siete hábitos de las personas altamente efectivas, inicia su bestseller contando cómo se dio cuenta de que él mismo estaba haciendo de su hijo un imberbe, un inútil y un bueno para nada. Lo notable del caso es que supo por sí mismo hacer el diagnóstico y tuvo el coraje de «patear el tablero», como dice una lectora del blog, es decir introducir en su familia un cambio de paradigma con lo cual obtuvo resultados sorprendentes con ese hijo que se mostraba débil, no porque lo fuese, sino porque su posición en el sistema familiar le dictaba que lo era. Como decía ya es difícil hacer el diagnóstico, sin embargo es mucho más difícil todavía actuar y aplicar la solución, siempre parece muy cruel largar al vacío los pichones como hacen las águilas. Pero en algún momento hay que hacerlo, y, si es demasiado tarde, el pichón se va a estrellar contra el piso…

De adentro hacia fuera


Durante más de veinticinco años de trabajo con la gente en em­presas, en la universidad y en contextos matrimoniales y familiares, he estado en contacto con muchos individuos que han logrado un grado increíble de éxito extremo, pero han terminado luchando con su ansia interior, con una profunda necesidad de congruencia y efec­tividad personal, y de relaciones sanas y adultas con otras personas.
Sospecho que algunos de los problemas que compartieron con­migo pueden resultarles familiares al lector.

En mi carrera me he planteado metas que siempre he alcanzado y ahora gozo de un éxito profesional extraordinario, pero al precio de mi vida personal y familiar. Ya no conozco a mi mujer ni a mis hi­jos. Ni siquiera estoy seguro de conocerme a mí mismo, ni de saber lo que me importa realmente. He tenido que preguntarme: ¿Vale la pena?

He iniciado una nueva dieta (por quinta vez en este año). Sé que peso demasiado, y realmente quiero cambiar. Leo toda la informa­ción nueva sobre este problema, me fijo metas, me mentalizo con una actitud positiva y me digo que puedo hacerlo. Pero no puedo. Al cabo de unas semanas, me derrumbo. Simplemente parece que no puedo mantener una promesa que me haga a mí mismo.

He asistido a un curso tras otro sobre dirección de empresas. Es­pero mucho de mis empleados y me empeño en ser amistoso con ellos y en tratarlos con corrección. Pero no siento que me sean leales en absoluto. Creo que, si por un día me quedara enfermo en casa, pasarían la mayor parte del tiempo charlando en los pasillos. ¿Por qué no consigo que sean independientes y responsables, o encontrar empleados con esas características?

Mi hijo adolescente es rebelde y se droga. Nunca me escucha. ¿Qué puedo hacer?

Hay mucho que hacer y nunca tengo el tiempo suficiente. Me siento presionado y acosado todo el día, todos los días, siete días por semana. He asistido a seminarios de control del tiempo y he intenta­do una media docena de diferentes sistemas de planificación. Me han ayudado algo, pero todavía no siento estar llevando la vida fe­liz, productiva y tranquila que quiero vivir.

Quiero enseñarles a mis hijos el valor del trabajo. Pero para conseguir que hagan algo, tengo que supervisar cada uno de sus mo­vimientos… y aguantar que se quejen cada vez que dan un paso. Me resulta mucho más fácil hacerlo yo mismo. ¿Por qué no pueden es­tos chicos hacer su trabajo animosamente y sin que nadie tenga que recordárselo?

Estoy ocupado, realmente ocupado. Pero a veces me pregunto si lo que estoy haciendo a la larga tendrá algún valor. Realmente me gustaría creer que mi vida ha tenido sentido, que de algún modo las cosas han sido distintas porque yo he estado aquí.

Veo a mis amigos o parientes lograr algún tipo de éxito o ser ob­jeto de algún reconocimiento, y sonrío y los felicito con entusiasmo. Pero por dentro me carcome la envidia. ¿Por qué siento esto?

Tengo una personalidad fuerte. Sé que en casi todos mis inter­cambios puedo controlar el resultado. Casi siempre incluso puedo hacerlo influyendo en los otros para que lleguen a la solución que yo quiero. Reflexiono en todas las situaciones y realmente siento que las ideas a las que llego son por lo general las mejores para todos. Pero me siento incómodo. Me pregunto siempre qué es lo que las otras personas piensan realmente de mí y mis ideas.

Mi matrimonio se ha derrumbado. No nos peleamos ni nada por el estilo; simplemente ya no nos amamos. Hemos buscado asesora-miento psicológico, hemos intentado algunas cosas, pero no pode­mos volver a revivir nuestros antiguos sentimientos.
Estos son problemas profundos y penosos, problemas que un en­foque de arreglos transitorios no puede resolver.
Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos enfrentábamos con una preocupación de este tipo. Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento en la escuela. Le iba fatal con el aprendizaje, ni si­quiera sabía seguir las instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas puntuaciones. Era socialmente inmaduro, y solía avergonzarnos a quienes estábamos más cerca de él. Físicamente era pequeño, delgado, y carecía de coordinación (por ejemplo, en el béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran arrojado la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se reían de él.
A Sandra y a mí nos obsesionaba el deseo de ayudarlo. Nos pa­recía que si el «éxito» era importante en algún sector de la vida, en nuestro papel como padres su importancia era suprema. De modo que vigilamos cuidadosamente nuestras actitudes y conducta con respecto a él, y tratamos de examinar las suyas propias. Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud positiva. «¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma el bate un poco más arriba y mantén los ojos en la pelota. No batees hasta que esté cerca de ti.» Y si se desenvolvía un poco mejor, no escatimába­mos elogios para reforzar su autoestima. «Así se hace, hijo, no te rindas.»
Cuando los otros se reían, nosotros nos enfrentábamos con ellos. «Déjenlo en paz. Dejen de presionarlo. Está aprendiendo.» Y nues­tro hijo lloraba e insistía en que nunca sería nada bueno y en que de todos modos el béisbol no le gustaba.
Nada de lo que hacíamos daba resultado, y estábamos realmente preocupados. Advertíamos los efectos que esto tenía en la autoesti­ma del niño. Tratamos de animarlo, de ser útiles y positivos, pero después de repetidos fracasos finalmente hicimos un alto e intenta­mos contemplar la situación desde un nivel diferente.
En ese momento de mi trabajo profesional yo estaba ocupado con un proyecto de desarrollo del liderazgo con diversos clientes de todo el país. En este sentido preparaba programas bimensuales sobre el tema de la comunicación y la percepción para los participantes en el Programa de Desarrollo para Ejecutivos de la IBM.
Mientras investigaba y preparaba esas exposiciones, empezó a interesarme en particular el modo en que las percepciones se forman y gobiernan nuestra manera de ver las cosas y comportarnos. Esto me llevó a estudiar las expectativas y las profecías de autocumplimiento o «efecto Pigmalión», y a comprender lo profundamente en­raizadas que están nuestras percepciones. Me enseñó que debemos examinar el cristal o la lente a través de los cuales vemos el mundo tanto como el mundo que vemos, y que ese cristal da forma a nues­tra interpretación del mundo.
Cuando Sandra y yo hablamos sobre los conceptos que estaba enseñando en la IBM, y acerca de nuestra propia situación, empeza­mos a comprender que lo que hacíamos para ayudar a nuestro hijo no estaba de acuerdo con el modo en que realmente lo veíamos. Al exa­minar con toda honestidad nuestros sentimientos más profundos, nos dimos cuenta de que nuestra percepción era que el chico padecía una inadecuación básica; de algún modo, un «retraso». Por más que hu­biéramos trabajado nuestra actitud y conducta, nuestros esfuerzos habrían sido ineficaces porque, a pesar de nuestras acciones y pala­bras, lo que en realidad le estábamos comunicando era: «No eres ca­paz. Alguien tiene que protegerte».
Empezamos a comprender que, si queríamos cambiar la situa­ción, debíamos cambiar nosotros mismos. Y que para poder cambiar nosotros efectivamente, debíamos primero cambiar nuestras percep­ciones.
La personalidad y la ética del carácter
Al mismo tiempo, además de mi investigación sobre la percep­ción, me encontraba profundamente inmerso en un estudio sobre los libros acerca del éxito publicados en los Estados Unidos desde 1776. Estaba leyendo u hojeando literalmente millares de libros, artículos y ensayos, de campos tales como el autoperfeccionamiento, la psico­logía popular y la autoayuda. Tenía en mis manos la suma y sustan­cia de lo que un pueblo libre y democrático consideraba las claves de una vida exitosa.
Mi estudio me llevó a rastrear doscientos años de escritos sobre el éxito, y en su contenido advertí la aparición de una pauta sorpren­dente. A causa de mi propio y profundo dolor, y de dolores análogos que había visto en las vidas y relaciones de muchas personas con las que había trabajado a lo largo de los años, empecé a sentir cada vez más que gran parte de la literatura sobre el éxito de los últimos cincuenta años era superficial. Estaba llena de obsesión por la ima­gen, las técnicas y los arreglos transitorios de tipo social (parches y aspirinas sociales) para solucionar problemas agudos (que a veces incluso parecían solucionar temporalmente) pero dejaban intactos los problemas crónicos subyacentes, que empeoraban y reaparecían una y otra vez.
En total contraste, casi todos los libros de más o menos los pri­meros ciento cincuenta años se centraban en lo que podría denomi­narse la «ética del carácter» como cimiento del éxito: en cosas tales como la integridad, la humildad, la fidelidad, la mesura, el valor, la justicia, la paciencia, el esfuerzo, la simplicidad, la modestia y la «regla de oro». La autobiografía de Benjamín Franklin es represen­tativa de esa literatura. Se trata, básicamente, de la descripción de los esfuerzos de un hombre tendentes a integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y hábitos.
La ética del carácter enseñaba que existen principios básicos para vivir con efectividad, y que las personas sólo pueden experimentar un verdadero éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos principios y los integran en su carácter básico.
Pero poco después de la Primera Guerra Mundial la concepción básica del éxito pasó de la ética del carácter a lo que podría llamarse la «ética de la personalidad». El éxito pasó a ser más una función de la personalidad, de la imagen pública, de las actitudes y las conduc­tas, habilidades y técnicas que hacen funcionar los procesos de la in­teracción humana. La ética de la personalidad, en lo esencial, tomó dos sendas: una, la de las técnicas de relaciones públicas y humanas, y otra, la actitud mental positiva (AMP). Algo de esta filosofía se ex­presaba en máximas inspiradoras y a veces válidas, como por ejem­plo «Tu actitud determina tu altitud», «La sonrisa hace más amigos que el entrecejo fruncido» y «La mente humana puede lograr todo lo que concibe y cree».
Otras partes del enfoque basado en la personalidad eran clara­mente manipuladoras, incluso falaces; animaban a usar ciertas técni­cas para conseguir gustar a las demás personas, o a fingir interés por los intereses de los otros para obtener de ellos lo que uno quisiera, o a usar el «aspecto poderoso», o a intimidar a la gente para desviarla de su camino en la vida.
Parte de esa literatura reconocía que el carácter es un elemento del éxito, pero tendía a compartimentalizarlo, y no a atribuirle con­diciones fundacionales y catalizadoras. La referencia a la ética del carácter se hacía en lo esencial de una manera superficial; la verdad residía en técnicas transitorias de influencia, estrategias de poder, ha­bilidad para la comunicación y actitudes positivas.
Empecé a comprender que esta ética de la personalidad era la fuente subconsciente de las soluciones que Sandra y yo estábamos tratando de utilizar con nuestro hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia entre las éticas de la personalidad y del carácter, me di cuenta de que Sandra y yo habíamos estado obteniendo bene­ficios sociales de la buena conducta de nuestros hijos, y, según esto, uno de ellos simplemente no estaba a la altura de nuestras expectati­vas. Nuestra imagen de nosotros mismos y nuestro rol como padres buenos y cariñosos eran incluso más profundos que nuestra imagen del niño, y tal vez influían en ella. El modo en que veíamos y mane­jábamos el problema implicaba mucho más que nuestra preocupa­ción por el bienestar de nuestro hijo.
Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente con­ciencia de la poderosa influencia que ejercían nuestro carácter, nues­tros motivos y nuestra percepción del niño. Sabíamos que la compa­ración social como motivación no estaba de acuerdo con nuestros va­lores más profundos y podía conducir a un amor condicionado y finalmente reducir el sentido de los propios méritos de nuestro hijo. De modo que decidimos centrar nuestros esfuerzos en nosotros mis­mos, no en nuestras técnicas sino en nuestras motivaciones más pro­fundas y en nuestra percepción del niño. En lugar de tratar de cam­biarlo a él, procuramos apartarnos —tomar distancia respecto de él— y esforzarnos por percibir su identidad, su individualidad, su condición independiente y su valor personal.
Gracias a esta profundización en nuestros pensamientos y al ejer­cicio de la fe y la plegaria, empezamos a ver a nuestro hijo en los tér­minos de su propia singularidad. Vimos dentro de él capas y más ca­pas de potencial que iban a dar sus frutos con su propio ritmo y velo­cidad. Decidimos relajarnos y apartarnos de su camino, permitir que emergiera su propia personalidad. Vimos que nuestro rol natural consistía en afirmarlo, disfrutarlo y valorarlo. También elaboramos cons­cientemente nuestros motivos y cultivamos las fuentes interiores de seguridad con el fin de que nuestros sentimientos acerca del propio mérito no dependieran de la conducta «aceptable» de nuestros hijos.
Cuando nos deshicimos de nuestra antigua percepción del niño y desarrollamos motivos basados en valores, empezaron a surgir nue­vos sentimientos. Nos encontramos disfrutando de él, en lugar de compararlo o juzgarlo. Dejamos de tratar de hacer con él un duplica­do de nuestra propia imagen o de medirlo en comparación con cier­tas expectativas sociales. Dejamos de manipularlo amable y positi­vamente para que se adecuara a un molde social aceptable. Como lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de afrontar con éxito la vida, dejamos de protegerlo cuando sus hermanos y otros pre­tendían ridiculizarlo.
Había sido educado a la sombra de esa protección, de modo que atravesó algunas etapas dolorosas, que él expresó a su manera y que nosotros aceptamos, pero a las que no siempre respondimos. «No necesitamos protegerte —era el mensaje tácito—. Básicamente, puedes valerte por ti mismo.»
A medida que pasaban semanas y meses, fue desarrollándose en él una tranquila confianza; se estaba afirmando a sí mismo. Madura­ba según su propio ritmo y velocidad. Empezó a sobresalir rápida y bruscamente, en comparación con criterios sociales —académicos, sociales y atléticos—, yendo mucho más allá del llamado proceso natural de desarrollo. Con el paso de los años, lo eligieron varias ve­ces líder de grupos estudiantiles, se convirtió en un verdadero atleta y traía a casa las notas más altas. Desarrolló una personalidad atrac­tiva y franca que ahora le permite relacionarse tranquilamente con todo tipo de personas.
Sandra y yo creíamos que los logros «socialmente impresionan­tes» de nuestro hijo era una expresión accesoria de los sentimientos que experimentaba respecto de sí mismo más que una mera respues­ta a las recompensas sociales. Ésta fue una experiencia sorprendente para Sandra y para mí, muy instructiva en el trato con nuestros otros hijos, y también en otros roles. Nos hizo tomar conciencia, en un ni­vel muy personal, de la diferencia vital que existe entre la ética de la personalidad y la ética del carácter. Los salmos expresan a la perfec­ción nuestra convicción: «Busca tu propio corazón con diligencia pues de él fluyen las fuentes de la vida».

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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