Por Paul Watzlawick
Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: ¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir «buenos días», nuestro hombre le grita furioso: «¡Quédese usted con su martillo, sopenco!».
El efecto es grandioso y la técnica relativamente sencilla, si bien en modo alguno nueva. Ovidio ya la describe en su Ars amatoria (desgraciadamente sólo en sentido positivo): «Persuádete de que estás enamorado, y te convertirás en un amante elocuente… Muchas veces el que empezó fingiendo, acabó amando de veras» (I, 608ss).
Quien pueda poner en práctica la receta de Ovidio, seguramente no tendrá problema en aplicar este mecanismo en el sentido que aquí nos interesa. Hay pocas medidas que sirvan mejor para provocar la desdicha que confrontar a algún desprevenido con el último eslabón de toda una cadena larga y complicada de imaginaciones en las que éste desempeña un papel decisivamente negativo. Su consternación, asombro, presunta incomprensión del caso, disgusto, intentos de declararse inocente son los argumentos definitivos de que usted, naturalmente, tenía razón: había depositado su cariño en un indigno y otra vez se abusó de su bondad.
Está claro que hasta la aplicación más perfecta de cada una de estas técnicas tiene sus límites, y la moral de la historia del martillo no constituye ninguna excepción. En este contexto, el sociólogo Howard Higman de la Universidad de Colorado habla de la «particularidad no específica» (non-specific particular) y de su aplicación de rebote al compañero o consorte. Según él, por ejemplo, las mujeres tienden a preguntar desde una habitación contigua: «¿Qué ha sido esto?» Esperan que el marido se levante y acuda para ver qué pasa, y raras veces se ven defraudadas. Pero un marido, amigo de Higman, volviendo la tortilla, consiguió dar un nuevo giro a esta situación arquetípica. Estaba sentado en su habitación de trabajo, cuando su mujer se puso a gritar por toda la casa: «¿Ha llegado?» El marido, a pesar de no tener la menor idea de qué se trataba, contestó: «Sí.» Ella siguió inquiriendo: «¿Y dónde lo has metido?» Él respondió: «Con los otros.» Por primera vez en su vida matrimonial pudo trabajar horas enteras sin ser molestado (3).
Volvamos a Ovidio, o mejor, a sus sucesores. En este punto, acude a nuestra memoria ante todo el famoso farmacéutico francés, Émile Goué (1857-1926). Es el fundador de una escuela de autosugestión (lamentablemente de nuevo tergiversada a lo positivo) que consiste en que uno se meta en la cabeza que se siente mejor y siempre mejor. Pero con algún talento se puede invertir a Goué y poner su técnica al servicio de la desdicha.
Finalmente llegó la hora de poder dedicarnos a la práctica de lo que se ha explicado hasta aquí. Hemos comprendido que la creación de aquel estado – indispensable para nuestros propósitos- en el que la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda, es algo que puede aprenderse. A este fin se propone a continuación una serie de ejercicios:
Ejercicio I: Siéntese en una silla cómoda, a ser posible un sillón con brazos; cierre los ojos e imagínese que se está comiendo un limón maduro y jugoso. Con un poco de ejercicio, el limón imaginario pronto hará que realmente se le haga agua la boca.
Ejercicio II: Permanezca sentado en el sillón y con los ojos cerrados. Ahora haga que su atención pase del limón a sus zapatos. No puede pasar mucho tiempo, y usted ya empezará a notar lo incómodo que es propiamente esto de llevar zapatos. Tanto da que hasta ahora le hubiese parecido que sus zapatos le iban bien; de pronto notará puntos que aprietan y de improviso se hará consciente de otras molestias como escozores, roces, retorcimiento de los dedos, ardor o frialdad y demás sensaciones parecidas. Siga con el ejercicio hasta que el llevar zapatos, que siempre le había parecido algo evidente y rutinario, se convierta en francamente molesto. Luego cómprese unos zapatos nuevos y observe cómo en la tienda le parece que le van al pelo, pero después de llevarlos un poco producen las mismas molestias que los viejos.
Ejercicio III: Sentado en el sillón, mire por la ventana hacia el cielo. Con alguna habilidad, pronto verá usted en su campo visual un gran número de círculos diminutos como burbujas que con los ojos quietos van bajando lentamente y al parpadear suben rápidos. Observe también que estos círculos le parece que van aumentando en número y magnitud a medida que usted se concentra en ellos. Pondere la posibilidad de que se trata de alguna enfermedad peligrosa, pues, si estos círculos llegasen a llenar todo su campo visual, usted se vería enormemente entorpecido en su vista. Vaya al oculista. Éste intentará explicarle que se trata de unas «moscas volantes» (miiodesopsia) totalmente inofensivas. Entonces, piense que su oculista tenía el sarampión cuando se explicó esa enfermedad a los estudiantes de medicina de su promoción o que por puro amor al prójimo no quiere informarle del curso de su enfermedad incurable.
Ejercicio IV: En caso de que el asunto de las moscas volantes no funcione del todo bien, no es como para perder el ánimo. Nuestros oídos nos prestan una solución de recambio de igual calidad. Enciérrese en una habitación lo más silenciosa posible y compruebe que de pronto en sus oídos puede apreciar zumbidos, vibraciones, débiles silbidos o un sonido ininterrumpido. En condiciones normales, los ruidos del ambiente lo encubren; pero, con la diligencia adecuada, usted conseguirá oír el sonido con frecuencia y volumen creciente. Vaya finalmente al otorrino. A partir de aquí vale lo mismo que se ha dicho en el ejercicio III con la diferencia de que ahora el médico intentará quitar importancia al asunto diciéndole que se trata de un tinnitus normal.
(Nota especial para estudiantes de medicina: para ellos se suprimen los ejercicios III y IV. De todos modos ya están bastante ocupados en descubrir en sí mismos los cinco mil síntomas que forman la base del estudio de la diagnosis de la medicina interna, por no hablar de las otras especialidades médicas.)
Ejercicio V: Usted está bastante instruido y sin duda es también una persona de talento capaz de traducir las particularidades desde su propio cuerpo hacia su entorno. Empecemos por los semáforos. Seguramente usted ya ha notado que tienen la tendencia de permanecer verdes hasta que usted llega, y es entonces precisamente cuando pasan de amarillos a rojos, y ya no le permiten arriesgarse a pasar el cruce. Si usted resiste a los influjos de su razón que le sugiere que se encuentra tantas veces con semáforos rojos como verdes, el éxito está garantizado. Sin saber cómo, usted conseguirá añadir cada semáforo rojo al número de los infortunios sufridos, en cambio, ignorará los semáforos verdes. Muy pronto no podrá resistir a la impresión de que unos poderes enemigos hacen aquí de las suyas y que su influencia de ninguna manera se limita al lugar donde usted reside, sino que le persiguen incansables a Oslo o a Los Ángeles. En el caso de que usted no conduzca, puede descubrir, como situación sucedánea, que la cola que usted hace para la ventanilla de correos o del banco siempre es la más lenta, o que la puerta de salida que le conduce a su avión siempre es la que está situada más lejos de su taquilla.
Ejercicio VI: Ahora usted ya sabe que unos poderes misteriosos le dominan. Este conocimiento le va a posibilitar nuevos descubrimientos, pues su mirada se ha agudizado para advertir unas relaciones asombrosas que escapan a la inteligencia ordinaria, no adiestrada para percibir estas fuerzas. Investigue usted con atención la puerta de su casa hasta que descubra un rasguño en el que antes no se había fijado nunca. Pregúntese qué puede significar: ¿será de algún ladrón?, ¿la señal de un intento de entrar en su casa?, ¿el deseo de tomarla con usted deteriorando su propiedad?, ¿una marca secreta a fin de identificarlo? Resista, también aquí, a la tentación de dar poca importancia al asunto; pero no cometa tampoco la falta de ir al fondo de la cuestión en un sentido práctico. Trate el problema de un modo puramente reflexivo, pues toda comprobación de la realidad de su sospecha sería contraproducente para el éxito de este ejercicio.
Si este ejercicio le ha servido para desarrollar su propio estilo y le ha agudizado los sentidos para captar unas relaciones extrañas y misteriosas, pronto usted se dará cuenta de hasta qué punto la trama de un destino fatal envuelve nuestra vida corriente. Supongamos que usted está esperando el autobús, que ya hace tiempo que debería haber llegado. Usted se entretiene leyendo el periódico, mientras va echando vistazos a la calle. De repente, su sexto sentido le dice: «Ahora viene.» Usted vuelve la cabeza, y efectivamente, a lo lejos se divisa el autobús. Asombroso, ¿no es verdad? Y ello no es más que una muestra insignificante de la variedad de clarividencias que poco a poco van formándose en usted, las más importantes de las cuales son las que previenen de toda suerte de desventuras.
Ejercicio VII: Tan pronto como usted esté suficientemente convencido de que se trama algo nefasto, consúltelo con amigos y conocidos. No hay método mejor para discernir a los amigos auténticos de los lobos en piel de oveja, que se mezclan en el asunto de un modo solapado. Éstos se delatarán, a pesar de su astucia o precisamente a causa de ella, intentando persuadirle de que sus sospechas no tienen pies ni cabeza. Ello no tiene que sorprenderle lo más mínimo, pues ya se entiende que si alguien quiere dañarle, no va a confesarlo sin rebozo. Más bien, éste querrá disuadirle con afectación de sus temores que, según él, son 20 infundados e intentará convencerle de sus buenas intenciones de amigo. Con ello usted tiene una pista, no sólo para saber quién está complicado en el complot, sino para ver claro que en todo el asunto tiene que haber gato encerrado, de otro modo, ¿qué necesidad tendrían aquellos «amigos» en esforzarse tanto, para convencerle de lo contrario?
El que se ha aplicado en estos ejercicios, llega a la conclusión de que no sólo el ruso de Margaret Mead, el hombre del martillo o los genios por naturaleza que se han citado, los señores Keesee y Maryn, sino también el ciudadano medio, debidamente adiestrado, puede conseguir llegar a este punto de haberse creado una situación difícil sin saber cómo lo ha hecho. Desamparado en manos de los vaivenes de la fortuna insensible, puede usted, completamente seguro, amargarse la vida a sus anchas. Sigue, no obstante, una advertencia.
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.
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