El cambio implica inevitablemente una incursión en lo desconocido; implica comprometerse con hechos futuros que no son previsibles, y afrontar sus consecuencias. Inexorablemente esto provoca sentimientos de ansiedad y depresión, y la tendencia a aferrarse a lo conocido y familiar y sucumbir a la compulsión repetitiva para evitar lo nuevo.
La «compulsión a la repetición» fue considerada clásicamente: 1) como una expresión de la inercia de la materia viva para mantener y repetir experiencias intensas, implicando —además— la periodicidad de las pulsiones instintivas; 2) como una tendencia de lo reprimido a buscar una vía de descarga, constituyendo el núcleo de las características repeticiones psiconeuróticas, como las así llamadas «neurosis de destino» en las cuales el paciente provoca y repite periódicamente el mismo tipo de experiencias; 3) como repetición de hechos traumáticos en forma regulada con el objeto de lograr su control (2) .
Las hipótesis de Freud sobre la compulsión repetitiva se basaban en tres evidencias: en la transferencia, por medio de la repetición actuada en el «aquí y ahora» de la sesión analítica de ciertas experiencias infantiles para no recordarlas; en el juego de los niños en los que se repite en forma activa aquello que fue sufrido pasivamente; y en los sueños traumáticos de las neurosis de guerra que desafiaban el principio de placer que, supuestamente, debía gobernar el contenido manifiesto de los sueños.
Para Meltzer (7) , los ritmos y ciclos en la vida mental son dirigidos por la compulsión a la repetición que parece constituir el principio-guía del ello, en el que el sentido del tiempo quedaría reemplazado por la cualidad primitiva de dichas secuencias rítmica y cíclica.
Pero repetir —y no la compulsión repetitiva— podría también formar parte de un proceso de cambio como lo sostienen algunos autores. Así, por ejemplo, Perrotta (9) detalla las condiciones que posibilitan el proceso de cambio: 1) la capacidad del objeto para cambiar el agente de cambio sin ser destruido por él; 2) la necesidad de que este agente, así contenido, entre en un proceso de asimilación y no en un proceso de expulsión o destrucción; 3) que el proceso de asimilación tenga en cuenta las posibilidades latentes de cambio del objeto dentro de una magnitud compatible con su supervivencia; 4) que el agente de cambio, además de determinar cambios por sí mismo, ponga en marcha —éste sería el desiderátum— los mecanismos latentes que en el objeto tienden a cambiar espontáneamente; 5) que el proceso tenga lugar en un marco de suficiente estabilidad; 6) que el resultado final del proceso mantenga suficiente armonía con el medio que lo rodea, como para que no sea a su vez destruido por él; y 7) que el estadio final tenga suficientes puntos de contacto con el estadio original, como para que por algún medio sea claramente reconocible el vínculo entre ambos.