Un nuevo período de crisis aguarda al ser humano, que entraña una nueva crisis de identidad, cuando debe enfrentarse con una de las verdades más angustiantes: el envejecimiento y la ineludibilidad de la propia muerte. Esta fase particular ha sido denominada por E. Jacques (7) la «crisis de la edad media de la vida».
Generalmente, las referencias explícitas en relación con este período de la edad adulta, toman en cuenta un factor biológico al cual supeditan las distintas alteraciones que se expresan en el plano psíquico. Así, por ejemplo, se ha destacado el temor, en la mujer, a los futuros cambios determinados por la menopausia, como así también el temor al climaterio en el hombre.
Sin embargo, la crisis de la edad adulta a la que nos referimos abarca mucho más que los síntomas o consecuencias de esa alternativa fisiológica que, en todo caso, es un factor más dentro de la complejidad del cuadro.
Las fantasías y ansiedades específicas que surgen durante tales crisis son de distinta clase. Pueden estar referidas a la salud y al propio cuerpo: son fantasías hipocondríacas que abarcan toda clase de preocupaciones y temores a enfermedades, por ejemplo, el cáncer o el infarto; pueden estar vinculadas con una inquietud económica: temor al descalabro financiero aunque no exista una base real, o a no poder incrementar los ingresos para mantener o reforzar el estándar de vida; o bien fantasías que se relacionan con el temor de perder el status social o el prestigio alcanzado, etcétera.
La base inconsciente de muchas de estas fantasías está conectada con el problema de la identidad y el profundo temor al cambio. Para decirlo en otras palabras e introducir un elemento que consideramos fundamental en estas crisis, es el problema de la elaboración patológica del duelo por el self que afecta a esta edad de la vida lo que debe ser encarado esencialmente.
Cuando el individuo siente que ha llegado al punto medio de la vida, comprueba que ha dejado de crecer y ha comenzado a envejecer. Debe enfrentar un nuevo conjunto de circunstancias externas. Ya ha vivido la primera fase de la vida adulta. Ha establecido su familia y su ocupación (o debiera haberlas establecido) . Sus padres han envejecido o han muerto y sus hijos están en el umbral de la adultez. La niñez y la juventud pasaron y se fueron, y debe realizar el duelo por ellas. El logro de la adultez madura e independiente se presenta como la principal tarea psicológica. La paradoja consiste en que se entra en la etapa de plenitud pero la muerte acecha.
Este enfrentamiento con la realidad e inevitabilidad de la propia muerte es el rasgo central y crucial de la fase de la mitad de la vida; es lo que determina la naturaleza crítica de este período. En lugar de concebirse la muerte como una idea general, o un acontecimiento experimentado en términos de la pérdida de algún ser, se convierte en un problema personal: la eventualidad real y actual de la propia muerte. Una actitud relativamente frecuente ante la posible pérdida de un ser allegado es reaccionar como frente a una advertencia para cuidar la propia vida: entonces aparecen decisiones de tener un tipo de vida mejor, permitirse mayores gratificaciones, no postergarse, etcétera. Se busca estar preparado y «sacarle más jugo» a la vida, lo cual implica, hasta cierto punto, una aceptación mayor de la eventualidad de la muerte.