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La génesis de los mitos y de los rituales 122

tica de la violencia fundadora, al nivel de estas formas intermedias, dota­das, en el plano mítico y religioso, de una fuerza creadora real pero limi­tada. Así podemos explicarnos que existan tantas modificaciones de los mismos mitos y de los mismos cultos, tantas variantes locales, tantos na­cimientos diferentes de los mismos dioses en tantas ciudades diversas.

Conviene anotar, por otra parte, que la elaboración mítica y ritual, aunque susceptible en su detalle de infinitas variaciones, no puede dejar de girar en torno a unos cuantos grandes temas, entre los cuales está el incesto. Tan pronto como se tiende a ver en un individuo aislado el res­ponsable de la crisis sacrificial, esto es, de toda la diferencia perdida, nos sentimos obligados a definir este individuo como destructor de estas reglas fundamentales que son las reglas matrimoniales, en otras palabras, como esencialmente «incestuoso». El tema del expulsado incestuoso no es uni­versal pero aparece en unas culturas totalmente independientes entre sí. El hecho de que pueda surgir espontáneamente en unos lugares tan dife­rentes no es incompatible con la idea de una difusión cultural en una zona muy extendida.

La hipótesis de la víctima propiciatoria permite definir ya no uno, sino mil términos medios entre la pasividad y la continuidad excesivamente absoluta de las tesis difusionistas, por una parte, y, por otra, la discontinui­dad igualmente demasiado absoluta de todo el formalismo moderno. No excluye los préstamos a una cultura madre pero confiere a los elementos pedidos en préstamo un grado de autonomía, en la cultura hija, que permi­tirá interpretar la extraña contradicción que acabamos de verificar entre la exigencia absoluta y la prohibición formal de un mismo incesto, visi­blemente percibido, en dos culturas muy próximas, como muy directamente asociado a la persona del rey. El tema del incesto no deja de ser interpreta­do y reinterpretado al nivel de las experiencias locales.

El pensamiento ritual pretende repetir el mecanismo fundador. La unanimidad que ordena, pacifica y reconcilia sucede siempre a su con­trario, es decir, al paroxismo de una violencia que olvida, que nivela y que destruye. El paso de la mala violencia a este bien supremo que son el orden y la paz, es casi instantáneo; las dos caras opuestas de la experiencia primordial están inmediatamente yuxtapuestas; en el seno de una breve y terrorífica «unión de contrarios», la comunidad vuelve a ser unánime. No hay, pues, rito sacrificial que no incorpore algunas formas de violencia, que no haga suyas algunas significaciones muy directamente asociadas a la crisis sacrificial, más que a su curación. El incesto es un ejemplo. En los sistemas que lo exigen, el incesto del rey es percibido como parte integrante del proceso salvador y, por consiguiente, como teniendo que ser reprodu­cido. No hay nada en todo ello que no sea perfectamente inteligible.

Pero el rito tiene por función esencial, única cabría decir, la evitación del retorno de la crisis sacrificial. El incesto depende de la crisis sacrificial; es susceptible incluso de representarla por entero de manera indirecta cuando se aplica a la víctima propiciatoria. Así pues, el pensamiento ritual

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