a la violencia fundadora. Gracias a este elemento mimético es posible reconocer en el sacrificio tanto el aspecto técnico, que todavía no podemos completar, como el aspecto conmemorativo, también esencial, sin atribuir jamás al pensamiento ritual una clarividencia o una habilidad manipuladora que ciertamente no posee.
Podemos hacer del rito la conmemoración de un acontecimiento real sin reducirlo a la insignificancia de nuestras fiestas nacionales, sin redu‑
cirlo tampoco a una simple compulsión neurótica, como hace el psico‑
análisis. En el rito persiste una pequeña parte de violencia real; es preciso, sin duda, que el sacrificio fascine en alguna medida para que man‑
tenga su eficacia, pero está orientado esencialmente hacia el orden y la paz. Hasta los ritos más violentos tienden realmente a expulsar la violencia. Nos engañamos radicalmente cuando vemos en ellos lo que hay de más morboso y patológico en el hombre.
No cabe duda de que el rito es violento, pero siempre es una violencia menor que sirve de barrera a una violencia peor; siempre intenta enlazar
con la mayor paz que pueda conocer la comunidad, aquella que, después del homicidio, resulta de la unanimidad en torno a la víctima propiciatoria. Disipar los miasmas maléficos que siguen acumulándose en la comu‑
nidad y recuperar la frescura de los orígenes equivale a lo mismo. Que reine el orden o que ya esté turbado, siempre conviene referirse al mismo
modelo, siempre hay que repetir el mismo esquema, el de toda crisis victoriosamente superada, la violencia unánime contra la víctima propiciatoria.
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Lo que está esbozándose es una teoría de los mitos y de los rituales, o sea, de lo religioso en su conjunto. Los análisis precedentes son demasiado rápidos y demasiado incompletos para que en el prodigioso papel atribuido a la víctima propiciatoria y a la unanimidad violenta pueda comenzar a verse otra cosa que una hipótesis de trabajo. En la fase actual, no podemos confiar en que el lector se sienta convencido, no sólo porque una tesis que atribuye a lo religioso un origen real se aleja demasiado de las concepciones habituales y provoca excesivas consecuencias fundamentales, en un número excesivamente amplio de campos, como para hacerse aceptar sin resístencias, sino también porque esta misma tesis no es susceptible de verificación directa e inmediata. Si la imitación ritual no sabe exactamente lo que imita, si el secreto del acontecimiento primordial se le escapa, el rito supone una forma de ignorancia que el pensamiento subsiguiente jamás ha planteado y cuya fórmula no encontraremos en ningún lugar, al menos no en aquéllos donde nos aventuramos a buscarla.
Ningún rito repetirá, al pie de la letra, la operación que, como hipótesis, situamos en el origen de todos los ritos. El desconocimiento consti‑