nales, pese a su contradicción, ya que basta con adoptar la primera para disfrutar acto seguido de la segunda.
El propio Lienhardt define a la víctima como scapegoat, un chivo expiatorio que se convierte en el «vehículo de las pasiones humanas». Nos encontramos, efectivamente, con un auténtico pharmakos animal, con una ternera o con un buey propiciatorios que no asumen unos «pecados» de incierta definición, sino los sentimientos de hostilidad muy reales, aunque con gran frecuencia permanezcan disimulados, que los miembros de la comunidad sienten entre sí. Lejos de ser incompatible con la función revelada en nuestro primer capítulo, la definición que hace del sacrificio una repetición y una imitación de la violencia colectiva espontánea concuerda perfectamente con cuanto hemos visto anteriormente. En efecto, en esta violencia espontánea existe un elemento de satisfacción que, como sabemos, se encuentra también en el sacrificio ritual, aunque bajo una forma desvaída. En el primer caso es la violencia desencadenada, que es a la vez dominada y parcialmente satisfecha, en el segundo son unas tendencias agresivas más o menos «latentes».
La comunidad es a un tiempo atraída y rechazada por su propio origen; experimenta la necesidad constante de revivirla bajo una forma velada y transfigurada; el rito apacigua y confunde las fuerzas maléficas porque no cesa de rozarlas; su auténtica naturaleza y su realidad se le escapan y deben escapársele puesto que estas fuerzas maléficas proceden de la propia comunidad. El pensamiento ritual sólo puede triunfar en la tarea a un tiempo precisa y vaga que se atribuye si deja que la violencia se desencadene un poco, como la primera vez, pero no demasiado, es decir, repitiendo lo que ella consigue recordar de la expulsión colectiva en un marco y sobre unos objetos rigurosamente fijados y determinados.
Como vemos, allí donde permanece en vida, el sacrificio posee realmente, en el plano catártico, la eficacia que le hemos reconocido en nuestro primer capítulo. Y esta acción catártica se inscribe en una estructura que recuerda excesivamente la violencia unificadora como para que se pueda ver en ella otra cosa que una imitación escrupulosa, cuando no exacta, de ésta.
La tesis que convierte al ritual en una imitación y una repetición de una violencia espontáneamente unánime puede pasar por fantasiosa e incluso fantástica mientras nos limitemos a la consideración de unos cuantos ritos. Cuando se amplía la mirada, se comprueba que se encuentran huellas de ella en todas partes y que, a decir verdad, basta con desprenderla para iluminar, en las formas rituales y míticas, algunas analogías que con gran frecuencia pasan desapercibidas porque no se ve qué significación