pero la fobia de la semejanza no es menos real. Una obrita de Malinowski, The Father in Primitive Psychology (Londres, 1926), aporta la prueba formal de ello y demuestra también que la fobia puede perpetuarse sin provocar unas consecuencias desastrosas. El ingenio de los hombres, o más bien de los sistemas culturales, soslaya la dificultad sin esfuerzo. La solución consiste en negar de manera categórica la existencia del temido fenómeno, o incluso de su posibilidad.
«En una sociedad matrilineal, como la de las islas Trobriand, en la que todos los parientes del lado materno son considerados como pertenecientes ‘a un único e idéntico cuerpo» y en la que el padre, al contrario, es un «extraño», cabría esperar que los parecidos de rostro y de cuerpo fueran referidos exclusivamente a la familia de la madre. Sin embargo, ocurre lo contrario, y es algo que está fuertemente implantado en el plano social. No sólo existe, por decirlo de algún modo, una especie de dogma familiar según el cual un niño nunca se parece a su madre, o a sus hermanos y hermanas, o a cualquiera de sus parientes por la línea materna, sino que es algo muy mal visto, e incluso un grave insulto, aludir a esta semejanza…
»Tomé conciencia de esta regla de urbanidad de la manera clásica, dando yo mismo un paso en falso… Cierto día me sorprendió ver a alguien que parecía la reproducción exacta de Moradeda [uno de los «guardias de corps» del etnólogo] y le pregunté quién era. Me dijo que era el hermano mayor de mi amigo que vivía en un poblado alejado. Exclamé: «Ah, claro. Se lo he preguntado porque usted tiene la misma cara que Moradeda.» Cayó tal silencio sobre el grupo que me resultó imposible no percibirlo. El hombre se dio la vuelta y nos abandonó, mientras que parte de la gente que estaba allí se alejaba mostrando un aire entre molesto y ofendido. Luego se fueron. Mis informadores confidenciales me dijeron entonces que había infringido una costumbre, que había cometido lo que se llama un taputaki migila, una expre‑
sión que sólo designa esta acción y que podría traducirse como «hacer impuro a alguien, contaminarlo asimilando su rostro al de
un pariente». Lo que me sorprendía es que, pese al sorprendente
parecido de los dos hermanos, mis propios informadores lo negaran. En realidad, trataron la cuestión como si nadie pudiera pare‑
cerse jamás a su hermano o a ningún pariente de la línea materna. Al sostener yo lo contrario, provocaba la cólera y la hostilidad de mis interlocutores.
»Este incidente me enseñó a no comentar jamás un parecido en presencia de los interesados. A continuación, he discutido a fondo y en el plano teórico la cuestión con numerosos indígenas. No hay nadie en las islas Trobriand, como he podido comprobar,