LA CRISIS SACRIFICIAI
El funcionamiento correcto del sacrificio exige, como hemos visto, una apariencia de continuidad entre la víctima realmente inmolada y los seres humanos a los que esta víctima ha sustituido, subyacente a la ruptura absoluta. Sólo es posible satisfacer simultáneamente estas dos exigencias gracias a una contigüidad basada en un equilibrio necesariamente delicado.
Cualquier cambio, incluso mínimo, en la forma de clasificación y de jerarquización de las especies vivas y los seres humanos amenaza con descomponer el sistema sacrificial. La práctica continua del sacrificio, el hecho de inmolar siempre el mismo tipo de víctima, debe provocar, por sí solo, tales cambios. Sí, como suele ocurrir, sólo vemos el sacrificio en un estado de completa insignificancia, es porque ya ha sufrido un «desgaste» considerable.
En el sacrificio no hay nada que no esté rígidamente fijado por la costumbre. La impotencia en adaptarse a las nuevas condiciones es característico de lo religioso en general.
En este caso el desfase se produce en el sentido de «demasiado» o en el de «insuficiente», y llevará, a fin de cuentas, a unas consecuencias idénticas. La eliminación de la violencia no se produce; los conflictos se multiplican, el peligro de las reacciones en cadena aumenta.
Si aparece una excesiva ruptura entre la víctima y la comunidad, la víctima no podrá atraer hacia sí la violencia; el sacrificio dejará de ser «buen conductor» en el sentido en que un metal es llamado buen conductor de la electricidad. Si, por el contrario, existe un exceso de continuidad, la violencia circulará con demasiada facilidad, tanto en un sentido como en otro. El sacrificio pierde su carácter de violencia santa para «mezclarse» con la violencia impura, para convertirse en el cómplice escandaloso de ésta, en su reflejo o incluso en una especie de detonador.
Son unas posibilidades que, en cierto modo, podemos formular a priori,