Siempre llega, según parece, el momento en que sólo se puede oponer a la violencia otra violencia; importa poco, en tal caso, el triunfo o el fracaso, siempre es ella la vencedora. La violencia posee unos extraordinarios efectos miméticos, a veces directos y positivos, otras indirectos y negativos. Cuanto más se esfuerzan los hombres en dominarla, más alimentos le ofrecen; convierte en medio de acción los obstáculos que se cree oponerle; se parece a un incendio que devora cuanto se arroja sobre él con la intención de sofocarlo.
Acabamos de recurrir a la metáfora del fuego; hubiéramos podido recurrir a la tempestad, al diluvio, al terremoto. Al igual que la peste, no serían, para ser exactos, unas metáforas, exclusivamente unas metáforas. Eso no significa que nos apuntemos a la tesis que convierte lo sagrado en una simple transfiguración de los fenómenos naturales.
Lo sagrado es todo aquello que domina al hombre con tanta mayor facilidad en la medida en que el hombre se cree capaz de dominarlo. Es,
pues, entre otras cosas pero de manera secundaria, las tempestades, los
incendios forestales, las epidemias que diezman una población. Pero también es, y, fundamentalmente, aunque de manera más solapada, la vio‑
lencia de los propios hombres, la violencia planteada como externa al hombre y confundida, a partir de entonces, con todas las demás fuerzas que pesan sobre el hombre desde fuera. La violencia constituye el auténtico corazón y el alma secreta de lo sagrado.
Seguimos sin saber cómo consiguen los hombres situar su propia violencia fuera de ellos mismos. Una vez que lo han conseguido, sin embar‑
go, una vez que lo sagrado se ha convertido en esta sustancia misteriosa
que merodea en torno a ellos, que los inviste desde fuera sin llegar a ser realmente ellos mismos, que los atormenta y los brutaliza, un poco a la
manera de las epidemias o de las catástrofes naturales, se encuentran confrontados por un conjunto de fenómenos heterogéneos para nosotros pero cuyas analogías son realmente muy notables.
Si se quiere evitar la enfermedad, es conveniente evitar los contactos con los enfermos. Es igualmente conveniente evitar los contactos con la rabia homicida si uno no quiere entrar en una rabia homicida o hacerse
matar, lo que, a fin de cuentas, equivale a lo mismo, pues la primera consecuencia acaba siempre por provocar la segunda.
Existen, a nuestros ojos, dos tipos diferentes de «contagio». La ciencia moderna sólo se interesa por el primero y confirma su realidad de manera
deslumbrante. Es muy posible que el segundo tipo de contagio fuera, con mucho, más importante en las condiciones definidas anteriormente como primitivas, es decir, en la ausencia de cualquier sistema judicial.
Bajo el título de la impureza ritual, el pensamiento religioso engloba todo un conjunto de fenómenos, disparatados y absurdos en la perspectiva
científica moderna, pero cuya realidad y cuyas semejanzas aparecen por poco que se las distribuya en torno de la violencia esencial que ofrece la materia principal y el fundamento último de todo el sistema.