que garantiza la verdad de su justicia. Esta teología puede llegar a desaparecer, como ha desaparecido en nuestro mundo, y la trascendencia del sistema permanece intacta. Pasan siglos antes de que los hombres se den cuenta de que no hay diferencia entre su principio de justicia y el principio de la venganza.
Sólo la trascendencia del sistema, efectivamente reconocida por todos, sean cuales fueren las instituciones que la concretan, puede asegurar su eficacia preventiva o curativa distinguiendo la violencia santa y legítima, e impidiendo que se convierta en objeto de recriminaciones y de contestaciones, es decir, que recaiga en el círculo vicioso de la venganza.
Sólo un elemento fundador único y que no podemos llamar de otra manera que religioso, en un sentido más profundo que el teológico, siem‑
pre fundador entre nosotros en tanto que siempre disimulado, aunque
cada vez lo esté menos y el edificio fundado por él vacile cada vez más, permite interpretar nuestra ignorancia actual tanto respecto a la violencia
como a lo religioso, de modo que lo segundo nos proteja de lo primero y
se oculte detrás de él, y viceversa. Si no siempre comprendemos lo religioso, no se debe, pues, a que permanezcamos fuera de él, sino a que
seguimos estando dentro, por lo menos en lo esencial. Los grandilocuentes
debates sobre la muerte de Dios y del hombre no tienen nada de radical; siguen siendo teológicos y, por tanto, sacrificiales en el sentido amplio de
la palabra, ya que disimulan el problema de la venganza, totalmente con‑
creto por una vez y en absoluto filosófico, puesto que se trata de la venganza interminable, como se nos había dicho, que amenaza con recaer
sobre los hombres después de la muerte de toda divinidad. Una vez que
ha desaparecido la trascendencia, religiosa, humanista, o de cualquier otro tipo, para definir una violencia legítima y asegurar su especificidad frente
a toda violencia ilegítima, la legitimidad y la ilegitimidad de la violencia
dependen definitivamente de la opinión de cada cual, es decir, a la oscilación vertiginosa y a la desaparición. Ahora existen tantas violencias legí‑
timas como violentas, lo que equivale a decir que no existe ninguna. Sólo una trascendencia cualquiera, haciendo creer en una diferencia entre el sacrificio y la venganza, o entre el sistema judicial y la venganza, puede engañar duraderamente a la violencia.
A ello se debe que la comprensión del sistema, su demistificación, coincida obligatoriamente con su disgregación. Esta demistificación sigue
siendo sacrificial, e incluso religiosa, hasta el momento, por lo menos, en que no pueda terminarse, en el sentido de que se crea no-violenta o menos violenta que el sistema. En realidad, cada vez es más violenta; si bien su violencia es menos «hipócrita», es más activa, más virulenta, y anuncia siempre una violencia todavía peor, una violencia desmesurada.
Detrás de la diferencia a un tiempo práctica y mítica, hay que afirmar la no-diferencia, la identidad positiva de la venganza, del sacrificio y de
la penalidad judicial. Como esos tres fenómenos son idénticos, en caso de crisis tienden siempre a recaer los tres en la misma violencia indiferencia‑