nica extremadamente eficaz de curación y, secundariamente, de prevención de la violencia.
Esta racionalización de la venganza no tiene nada que ver con un arraigo comunitario más directo o más profundo; reposa, muy al contrario, en la independencia soberana de la autoridad judicial que está acreditada de una vez por todas, y cuyas decisiones ningún grupo, ni siquiera la colectividad unánime, en principio por lo menos, puede poner en discusión. Al no representar ningún grupo especial, al no ser otra cosa que ella misma, la autoridad judicial no depende de nadie en particular, y está, pues, al servicio de todos y todos se inclinan ante sus decisiones. El sistema judicial es el único que jamás vacila en aplicar la violencia en su centro vital porque posee sobre la venganza un monopolio absoluto. Gracias a este monopolio, consigue, normalmente, sofocar la venganza en lugar de exasperarla, de extenderla o de multiplicarla, como haría el mismo tipo de comportamiento en una sociedad primitiva.
Así, pues, el sistema judicial y el sacrificio tienen, a fin de cuentas, la misma función, pero el sistema judicial es infinitamente más eficaz. Sólo puede existir asociado a un poder político realmente fuerte. Al igual que todos los progresos técnicos, constituye un arma de doble filo, tanto de opresión como de liberación, y así es como se presenta ante los primitivos cuya mirada, respecto a este punto, es sin duda más objetiva que la nuestra.
Si en nuestros días aparece su función, es porque escapa al retiro que necesita para ejercerse de manera conveniente. En este caso, cualquier comprensión es crítica, coincide con una crisis del sistema, con una amenaza de desintegración. Por muy imponente que sea, el aparato que disimula la identidad real de la violencia ilegal y de la violencia legal acaba siempre por descascarillarse, resquebrajarse y finalmente derrumbarse. Aflora la verdad subyacente y resurge la reciprocidad de las represalias, no únicamente de manera teórica, como una verdad meramente intelectual que se presentaría a las personas sabias, sino como una realidad siniestra, un círculo vicioso al cual se creía haber escapado y que reafirma su poder.
Todos los procedimientos que permiten a los hombres moderar su violencia son análogos en tanto que ninguno de ellos es ajeno a la violencia. Eso lleva a pensar que están todos enraizados en lo religioso. Como hemos visto, lo religioso en sentido estricto coincide con los diferentes modos de la prevención; también los procedimientos curativos están impregnados de lo religioso, tanto bajo la forma rudimentaria que casi siempre acompaña a los ritos sacrificiales como bajo la forma judicial. En un sentido amplio, lo religioso coincide, sin lugar a dudas, con la oscuridad que invade el sistema judicial cuando éste toma el relevo del sacrificio. Esta oscuridad coincide con la trascendencia efectiva de la violencia santa, legal y legítima, frente a la inmanencia de la violencia culpable e ilegal.
De igual manera que las víctimas sacrificiales son ofrecidas, en principio, a la complacida divinidad, el sistema judicial se refiere a una teología