Ayer hablando con un orientado (odio la palabra paciente, dado que en realidad todas las personas con las que trato están sanas) se me ocurrió una metáfora para las relaciones enfermas que tiene mucha fuerza. Una relación enferma es como si una figura moldeada en yeso, por ejemplo, necesitase siempre del molde para ser lo que es. En toda nuestra vida somos un material moldeable que va adquiriendo sin pausa y sin prisa una determinada forma, la forma que nuestra sacrosanta y soberana libertad elige. Pero no todo es elección, antes de que pudiésemos siquiera elegir ya alguien en sus brazos nos estaba moldeando. Ese fue el momento en que ciertamente éramos más blandos, más dúctiles, más maleables y por eso es tal vez que el moldeado de esa época nos quedó más profundamente impreso en la forma de nuestra identidad.
A medida que crecemos vamos fraguando, nos endurecemos en la dirección que imponen los actos fruto del ejercicio de nuestro libre albedrío. Nos cristalizamos en lo que queremos, buscamos, perseguimos y anhelamos. Pero todo este moldeado siempre es mediado por los otros que nos salen al camino y que verdaderamente sacuden y devuelven a su prístina pureza lo que verdaderamente somos. Si esos otros no logran ese efecto, nos resbalan, como la lluvia sobre el vidrio de la ventana. No nos mojan, no nos cambian, no nos moldean.
Pero de vez en cuando uno se encuentra alguien que lo pone delante del salto al vacío de revisar todo lo aprendido, no para tirar nada al vacío, sino simplemente para hacernos sentir que todavía estamos vivos, que todavía hay una cosmovisión que sacudir de cuando en cuando, que todavía no nos fosilizamos de manera definitiva para la eternidad en el gran salto.
Ese, o esos, también moldean nuestra identidad.
Pero sucede que algunas personas creen que para ser ellas mismas el molde ha de estar siempre presente. Como si la escayola necesitase siempre de la moldura para conservar su forma. Eso es una relación enferma, pretender que una identidad para ser tal no solo asimile lo mejor de la forma del otro, sino que quiera tener siempre al otro para sostenerse a sí mismo.
Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.
Simple, quien está en una relación enferma no puede concebir su identidad sin el otro. El otro no es un molde que dejó una influencia en mí, que siempre permanecerá, pero del que puedo prescindir en concreto, existencialmente, aquí y ahora, si las circunstancias así lo exigen. El enfermo no puede prescindir del otro, el otro no se puede morir, ir, o separarse, tiene que estar ahí para sostener la identidad. ¿Un poco más claro?