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La crisis sacrificial 49

la sangrienta locura; en una perspectiva más estrictamente ritual, podría muy bien constituir un primer eslabón de la violencia impura. Como ya se ha dicho, con este episodio la violencia penetra en el interior de la ciudad. Este primer homicidio corresponde al del criado en Las traqui­nianas.

Conviene hacer notar que en ambos episodios la mediación propia­mente sobrenatural sólo sirve para disimular, de manera superficial, el fenómeno del sacrificio que «acaba mal». La diosa Lisa y la túnica de Neso no añaden nada a la comprensión de los dos textos; basta con eliminar estas dos pantallas para encontrar la inversión maléfica de una violencia en principio benéfica. El elemento propiamente mitológico tiene un ca­rácter superfluo, sobreañadido. Lisa, la Rabia, se parece más, a decir ver­dad, a una alegoría que a una auténtica diosa, y la túnica de Neso es lo mismo que las violencias anteriores que se pegan, literalmente, a la piel del desdichado Heracles.

El retorno del guerrero no tiene nada de propiamente mítico. Se presta inmediatamente a unas interpretaciones en términos sociológicos o psico­lógicos. El soldado victorioso que amenaza, con su vuelta, las libertades de la patria, ya no es mito, es historia. Seguramente, y es lo que piensa Corneille en su Horacio, con la diferencia de que nos propone una inter­pretación contraria. El salvador de la patria está indignado por el derro­tismo de los no-combatientes. Podrían ofrecerse igualmente de los «casos» de Heracles y de Horacio varias lecturas psicológicas o psicoanalíticas, contradictorias entre sí. Hay que resistirse a la tentación de interpretar, esto es, de recaer en el conflicto de las interpretaciones que nos disimula el lugar propio del ritual, situado más acá de este conflicto, aunque ya suponga él mismo, como veremos más adelante, una primera interpreta­ción. La lectura ritual tolera todas las interpretaciones ideológicas y no exige ninguna. Afirma únicamente el carácter contagioso de la violencia de que está saturado el guerrero; se limita a prescribir unas purificaciones rituales. No tiene más objetivo que el de impedir que la violencia reapa­rezca y se extienda en la comunidad.

Las dos tragedias que acabamos de evocar nos presentan bajo una forma anecdótica, como si afectaran únicamente a unos individuos excep­cionales, unos fenómenos que sólo tienen sentido a nivel del conjunto de la comunidad. El sacrificio es un acto social; las consecuencias de su desarreglo no pueden limitarse a tal o cual personaje señalado por el «destino».

Los historiadores están de acuerdo en situar la tragedia griega en un período de transición entre un orden religioso arcaico y el orden más «moderno», estatal y judicial, que le sucederá. Antes de entrar en deca• dencia, el orden arcaico ha debido conocer una cierta estabilidad. Esta estabilidad sólo podía reposar sobre lo religioso, es decir, sobre el rito sacrificial.

Cronológicamente anteriores a los grandes poetas trágicos, no por ello

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