lencia se anuncian un poco de la misma forma. La mayoría de las reacciones corporales mensurables son las mismas en ambos casos.’
Antes de recurrir a unas explicaciones comodín frente a un tabú como el de la sangre menstrual, antes de apelar, por ejemplo, a esos «fantasmas» que desempeñan en nuestro pensamiento el papel de la «malicia de los encantadores» en el de Don Quijote, convendría asegurar, como regla absoluta, que se han agotado las posibilidades de comprensión directa. En el pensamiento que se detiene en la sangre menstrual como materialización de toda violencia sexual, no hay nada, en definitiva, que sea incomprensible: cabe preguntarse además si el proceso de simbolización no obedece a una «voluntad» oscura de rechazar toda la violencia exclusivamente sobre la mujer. A través de la sangre menstrual, se realiza una transferencia de la violencia, se establece un monopolio de hecho en detrimento del sexo femenino.
No siempre es posible evitar la impureza; las precauciones más meticulosas pueden ser burladas. El menor contacto provoca una mancha que conviene sacarse de encima, no sólo por uno mismo sino por la colectividad, amenazada en su totalidad de contaminación.
¿Con qué se limpiará esta mancha? ¿Qué sustancia extraordinaria e increíble resistirá al contagio de la sangre impura, y conseguirá purificarla? La misma sangre, pero en esta ocasión la sangre de las víctimas sacrificiales, la sangre que permanece pura si es derramada ritualmente.
Detrás de esta asombrosa paradoja, se nos revela un juego que siempre es el de la violencia. Cualquier impureza se reduce, a fin de cuentas, a un único e idéntico peligro, a la instalación de la violencia interminable en el seno de la comunidad. La amenaza siempre es la misma y desencadena la misma defensa, la misma amenaza sacrificial, para disipar la violencia sobre unas víctimas sin consecuencias. Subyacente a la idea de purificación ritual, existe algo más que una mera y simple ilusión.
El ritual tiene la función de «purificar» la violencia, es decir, de «engañarla» y disiparla sobre unas víctimas que no corren el peligro de ser vengadas. Como el secreto de su eficacia se le escapa, el ritual se esfuerza en entender su propia operación al nivel de sustancias y de objetos capaces de ofrecerle unos puntos de referencia simbólicos. Está claro que la sangre ilustra de manera notable toda la operación de la violencia. Ya hemos hablado de la sangre derramada por error o por malicia; ahora se trata de la sangre que se seca sobre la víctima, no tarda en perder su limpidez, se pone turbia y sucia, forma costras y se desprende a placas; la
6. Anthony Storr, op. cit., pp. 18-19.