minan» hacia el sistema judicial. Pero la evolución, si existe, no es continua. El punto de ruptura se sitúa en el momento en que la intervención de un sistema judicial independiente pasa a ser apremiante. Sólo entonces los hombres quedan liberados del terrible deber de la venganza. La intervención judicial ya no tiene el mismo carácter de urgencia terrible; su significación sigue siendo la misma pero puede borrarse e incluso desaparecer por completo. El sistema funcionará tanto mejor cuanto menos conciencia tenga de su función. Así, pues, este sistema podrá —y tan pronto como le sea posible— reorganizarse en torno al culpable y el principio de la culpabilidad, siempre en torno a la retribución, en suma, pero erigida en principio de justicia abstracto que los hombres estarían encargados de hacer respetar.
En un principio claramente destinados a moderar la venganza, los procedimientos «curativos» se van rodeando de misterio, como se ve, a medida que ganan en eficacia. Cuanto más se desplaza el punto focal del sistema de la prevención religiosa hacia los mecanismos de la retribución judicial, más avanza la ignorancia que siempre ha presidido la institución sacrificial hacia estos mecanismos y tiende, a su vez, a rodearlos.
A partir del momento en que es el único en reinar, el sistema judicial sustrae su función a las miradas. Al igual que el sacrificio, disimula —aunque al mismo tiempo revela— lo que le convierte en lo mismo que la venganza, una venganza parecida a todas las demás, diferente sólo en que no tendrá consecuencias, en que no será vengada. En el primer caso, la víctima no es vengada porque no es la «buena»; en el segundo, la víctima sobre la que se abate la violencia es la «buena», pero se abate con una fuerza y una autoridad tan masivas que no hay respuesta posible.
Se objetará que la función del sistema judicial no aparece realmente disimulada; no ignoramos, y es un hecho, que la justicia se interesa más por la seguridad general que por la justicia abstracta; no por ello dejamos de creer que este sistema se basa en un principio de justicia que le es propio y del que carecen las sociedades primitivas. Para convencerse de ello, basta con leer los trabajos sobre el tema. Siempre nos imaginamos que la diferencia decisiva entre el primitivo y el civilizado consiste en una cierta impotencia del primitivo en identificar el culpable y en respetar el principio de culpabilidad, Respecto a este punto nos engañamos a nosotros mismos. Si el primitivo parece desviarse del culpable, con una obstinación que aparece ante nuestros ojos como estupidez o como perversidad, es porque teme alimentar la venganza.
Si nuestro sistema nos parece más racional se debe, en realidad, a que es más estrictamente adecuado al principio de venganza. La insistencia respecto al castigo del culpable no tiene otro sentido. En lugar de ocuparse de impedir la venganza, de moderarla, de eludirla, o de desviarla hacia un objetivo secundario, como hacen todos los procedimientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, consigue aislarla y limitarla como pretende; la manipula sin peligro; la convierte en una téc‑