religioso. La prevención religiosa puede tener un carácter violento. La violencia y lo sagrado son inseparables. La utilización «astuta» de determinadas propiedades de la violencia, en especial de su aptitud para desplazarse de objeto en objeto, se disimula detrás del rígido aparato del sa‑
crificio ritual.
Las sociedades primitivas no están abandonadas a la violencia. Y, sin embargo, no son obligatoriamente menos violentas o menos «hipócritas» de lo que lo somos nosotros. Para ser completo, haría falta tomar en consideración, claro está, todas las formas de violencia más o menos ritualizadas que desvían la amenaza de los objetos próximos hacia unos objetos más lejanos, y muy especialmente la guerra. Está claro que la guerra no queda reservada a un único tipo de sociedad. El crecimiento prodigioso de los medios técnicos no constituye una diferencia esencial entre lo primitivo y lo moderno. En el caso del sistema judicial y de los ritos sacrificiales, en cambio, nos enfrentamos con unas instituciones cuya presencia y cuya ausencia podrían diferenciar muy bien las sociedades primitivas de un cierto tipo de «civilización». Son estas instituciones las que hay que interrogar para llegar, no a un juicio de valor, sino a un conocimiento
objetivo.
El predominio de lo preventivo sobre lo curativo en las sociedades primitivas no se realizó exclusivamente en la vida religiosa. Cabe relacionar con esta diferencia las características generales de un comportamiento o de una psicología que sorprendían a los primeros observadores procedentes de Europa, y que sin duda no son universales, pero que quizás
tampoco son siempre ilusorios.
En un universo en el que el menor paso en falso puede provocar unas consecuencias formidables, se entiende que las relaciones humanas estén marcadas por una prudencia que nos parece excesiva, y que exijan unas precauciones que nos parecen incomprensibles. Se conciben unos prolongados parloteos precediendo cualquier acción no prevista por la costumbre. Nos explicamos sin esfuerzo la negativa a introducirse en unas formas de juego o de competición que nos parecen anodinas. Cuando lo irremediable rodea a los hombres por todas partes, éstos demuestran, en ocasiones, esta «noble gravedad» ante la cual nuestros gestos atareados son siempre algo chuscos. Las preocupaciones comerciales, burocráticas o ideológi‑
cas que nos abruman aparecen como futilidades.
Entre la no-violencia y la violencia no existe, en las sociedades primitivas, el freno automático y omnipotente de instituciones que nos determinan tanto más estrechamente cuanto más olvidado está su papel. Este freno omnipresente es el que nos permite franquear impunemente, sin que lleguemos a darnos cuenta, unos límites prohibidos para los primitivos. En las sociedades «civilizadas», las relaciones, incluso entre perfectos extraños, se caracterizan por una familiaridad, una movilidad y una auda‑
cia incomparables.
Lo religioso tiende siempre a apaciguar la violencia, a impedir su desen‑