tigaciones —¿cómo justificar, en efecto, esta exclusión?—, los investigadores modernos, especialmente Hubert y Mauss, recurren rara vez a él en su exposición teórica. Si otros, al contrario, se interesan exclusivamente por él, siguen insistiendo en sus aspectos «sádicos», «bárbaros», etc.; una vez más, lo aislan del resto de la institución.
Esta división del sacrificio en dos grandes categorías, la humana y la animal, posee en sí misma un carácter sacrificial en un sentido rigurosamente ritual; se basa, en efecto, en un juicio de valor, en la idea de que determinadas víctimas, los hombres, son especialmente inadecuadas para el sacrificio, mientras que otras, los animales, son eminentemente sacrificables. Perdura ahí una supervivencia sacrificial que perpetúa la ignorancia de la institución. No se trata de renunciar al juicio de valor que sustenta esta ignorancia, sino de ponerlo entre paréntesis, de reconocer que es arbitrario, no en sí mismo, sino en el plano de la institución sacrificial considerada en su conjunto. Hay que eliminar las compartimentaciones explícitas o implícitas, hay que situar las víctimas humanas y las víctimas animales en el mismo plano para captar, si es que existen, los criterios a partir de los cuales se efectúa la elección de cualquier víctima, para desprender, si es que existe, un principio de selección universal.
Acabamos de ver que todas las víctimas, incluso las animales, para ofrecer al apetito de violencia un alimento que le apetezca, deben semejarse a aquellas que sustituyen. Pero esta semejanza no debe llegar hasta la pura y simple asimilación, no debe desembocar en una confusión catastrófica. En el caso de las víctimas animales, la diferencia siempre es muy visible y no permite ninguna confusión. Aunque lo hagan todo para que su ganado se les parezca y para parecerse a su ganado, los nuer jamás confunden realmente un hombre con una vaca. La prueba está en que siempre sacrifican a la segunda y nunca al primero. Nosotros no caemos en los errores de la mentalidad primitiva. No decimos que los primitivos son menos capaces que nosotros de operar ciertas distinciones.
Para que una especie o una categoría determinada de criaturas vivas (humana o animal) aparezca como sacrificable, es preciso que se le descubra un parecido lo más sorprendente posible con las categorías (humanas) no sacrificables, sin que la distinción pierda su nitidez, sin que nunca sea posible la menor confusión. Digamos una vez más que en el caso del animal la diferencia salta a la vista. En el caso del hombre, no ocurre lo mismo. Si, en un panorama general del sacrificio humano, se contempla
el abanico formado por las víctimas, nos encontramos, diríase, ante una lista extremadamente heterogénea. Aparecen los prisioneros de guerra, los
esclavos, los niños y los adolescentes solteros, aparecen los individuos tarados, los desechos de la sociedad, como el pharmakos griego. En algunas sociedades, finalmente, aparece el rey.
¿Esta lista supone un común denominador, es posible referirla a un criterio único? Encontramos en ella, en primer lugar, unos seres que no pertenecen, o pertenecen muy poco, a la sociedad: los prisioneros de guerra,