C olin y Jill se dirigían a una fiesta en una zona que les era bastante desconocida. Según las explicaciones, no tardarían más de 20 minutos en llegar, pero ya llevaban 50, y no había ni rastro de su lugar de destino. Colin estaba empezando a desmoralizarse y Jill empezó a perder la esperanza de encontrar el lugar cuando pasaron por tercera vez por la misma gasolinera.
Jill: Cariño, creo que teníamos que haber girado al llegar a la gasolinera. Anda, vamos a parar y pedir indicaciones a alguien.
Colin: Pero si no hay ningún problema. Sé que tiene que estar por aquí cerca.
Jill: Sí, pero la fiesta empezó hace ya media hora. Será mejor que paremos y preguntemos a alguien.
Colin: Escucha ¡Sé perfectamente a dónde voy! ¿Quieres dejarme conducir o prefieres hacerlo tú?
Jill: No. ¡No quiero conducir, pero tampoco quiero dar vueltas y vueltas toda la noche!
Colin: Vale. Entonces, ¿por qué no doy mejor media vuelta y volvemos a casa?
Muchos hombres y mujeres habrán reconocido esta conversación. Las mujeres son incapaces de entender cómo su maravilloso compañero, al que quieren tanto, se puede convertir de repente en el doctor Jekill simplemente porque se ha perdido. Si ella se hubiese perdido, lo primero que hubiese hecho es preguntar a alguien por dónde ir, ¿dónde está el problema? ¿Por qué no puede admitir que no sabe dónde está?
A las mujeres les da igual admitir sus fallos porque para ellas, es una forma de establecer vínculos y crear relaciones de confianza. Sin embargo, el último hombre que admitió que se había equivocado fue el General Custer, al mando del Séptimo de Caballería.