Hace muchos, muchos años, los hombres y las mujeres vivían juntos y trabajaban en armonía. El hombre se aventuraba cada día en un mundo hostil y peligroso y arriesgaba su vida cazando para traer comida a su mujer y a sus hijos. Además, les defendía de los animales salvajes y de los enemigos. Así, fue desarrollando su capacidad de orientación para poder localizar a sus presas y traerlas a casa. También desarrolló su capacidad como cazador para poder alcanzar cualquier blanco en movimiento. La descripción de su tarea estaba clara: buscar la comida y eso era lo que se esperaba de él.
Por otro lado, la mujer también se sentía valorada porque el hombre arriesgaba su vida por el cuidado de su familia. Su éxito como hombre se medía por su capacidad para matar y traer las presas a casa y se sentía valorado porque su familia apreciaba su esfuerzo. La familia dependía absolutamente de la capacidad del hombre para desarrollar sus tareas de buscar comida y de protector. En el pasado el hombre no necesitaba «analizar las relaciones» ni se esperaba que tirase la basura al contenedor o que cambiase pañales.
El papel de la mujer también estaba muy bien delimitado. Haber sido designada la portadora del bebé, aseguraba la evolución de la especie y determinaba las capacidades que debía desarrollar para cumplir ese papel a la perfección. Tenía que ser capaz de controlar los alrededores de la cueva, ser capaz de percibir cualquier señal de peligro, tener una excelente capacidad para orientarse en las distancias cortas, saber reconocer puntos de referencia para encontrar el camino de vuelta a la cueva y ser capaz de percibir el menor cambio en la conducta o en la apariencia de los niños o los adultos. Las cosas eran sencillas: él era el buscador de comida y ella era la defensora del hogar.
Ella pasaba el día ocupándose de los niños, recolectando fruta, verduras y frutos secos y comunicándose con otras mujeres del grupo. No tenía que preocuparse, ya que el sustento principal lo aportaría el hombre y tampoco tenía que enfrentarse a los enemigos. Su éxito se medía por su capacidad para criar y cuidar a su familia. El hombre valoraba a la mujer por saber cuidar el hogar y criar a los niños. Además, el ser capaz de llevar a otro ser en el vientre se consideraba mágico e incluso sagrado, porque la mujer poseía el secreto de dar la vida. Era impensable pedirle a una mujer que cazase animales, que luchase contra enemigos o que encendiese el fuego.
La supervivencia era difícil, pero las relaciones eran sencillas y así continuó durante miles y miles de años. Al llegar la noche, los cazadores volvían a casa con sus presas. Estas se dividían en partes iguales entre los miembros de la familia y todos comían juntos en la cueva. El cazador ofrecía a la mujer parte de su presa a cambio de sus frutos y verduras.
Después de comer, los hombres se sentaban alrededor del fuego, mirando la lumbre fijamente, jugaban, relataban historias y hacían bromas. Era la versión prehistórica del hombre de hoy en día que se divierte cambiando de canal de televisión con el mando a distancia o leyendo el periódico. Los hombres primitivos estaban agotados del tremendo esfuerzo realizado en la caza, y por la noche se comportaban de la forma descrita para aunar fuerzas y reiniciarla al día siguiente. Las mujeres seguían ocupándose de los niños y asegurándose de que sus hombres se alimentaban y descansaban debidamente. Los dos apreciaban mutuamente sus esfuerzos. Los hombres eran considerados trabajadores y las mujeres no eran tratadas como criadas.
Estos sencillos rituales y conductas todavía existen en algunas civilizaciones antiguas, por ejemplo en Borneo, en algunas partes de África e Indonesia, en los aborígenes de Australia, en maorís de Nueva Zelanda y en los inuit de Canadá y Groenlandia. En estas culturas cada persona conoce y entiende a la perfección sus tareas. Los hombres aprecian los esfuerzos de las mujeres y viceversa. La contribución de cada uno de ellos a la familia es imprescindible para el bienestar y la supervivencia de todos los miembros. Sin embargo, los seres que pertenecen a países que se han desarrollado con el modelo occidental han sustituido estas normas por el caos, la confusión y la infelicidad.