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Por Eduardo Montoro
Aquí estoy, en la cama con gripe y nada para hacer. Leer no tengo ganas, dormir tampoco, de modo que voy a gastar el tiempo con lo que más me divierte, escribir. Tengan paciencia si el estilo no es el mejor ni el más chispeante, la temperatura atonta un poco…
Como ya todos sabemos, según Aristóteles, la felicidad es aquello que acompaña a la realización del fin propio de cada ser vivo: “el bien y la felicidad son concebidos, por lo común, a imagen del género de vida que a cada cual le es propio” (1095b).  Es por esto que “así como para el flautista y para el escultor y para todo artesano, y en general para todos aquellos que producen obras o que desempeñan una actividad, en la obra que realizan se cree que residen el bien y la perfección, así también parece que debe acontecer con el hombre en caso de existir algún acto que le sea propio” (1098 a). En que consista este bien propio del hombre no me voy a meter, es una discusión de siglos, sumamente interesante y sobre la cual tengo opinión formada, pero es irrelevante para este punto.
De modo que, según Aristóteles, la felicidad se da en la realización del fin que le es propio a cada individuo. Pero la realización de tal fin implica un conocimiento del fin y un conocimiento del sujeto al que se le atribuye tal fin. Es decir, según el ejemplo aritotélico, que el flautista se sepa o se conozca en cuanto flautista, lo cual implica conocerse como hombre y además que conozca su fin particular, su arte. Sin el conocimiento explícito de ambas cosas, fin y sujeto, no hay felicidad posible, en su mismo punto de partida, sin siquiera preguntarnos todavía cual sea el “acto propio del hombre” que constituye su felicidad. Todavía más, en realidad, en última instancia todo se reduce al conocimiento, imagen u opinión que el sujeto tiene de sí mismo, dado que, formada esa imagen, se da concomitantemente el conocimiento del fin.
A través de la historia no se le ha dado la relevancia que merece este tema, se lo ha dejado como un presupuesto obvio, como si la formación de la identidad del sujeto se diese por generación espontánea y mágicamente. Pero no es así, la construcción del conocimiento de sí mismo, lo que implica el fraguar de la propia identidad, es un proceso lento y difícil que en realidad ocupa la mayor parte de las energías y de la vida del hombre como condición absoluta para que la felicidad sea posible. Gastamos nuestra vida intentando responder a la pregunta ¿Quien soy?.
Veamos cómo se inicia ese proceso:
En el mismo momento del nacimiento todos los animales experimentan el imperioso deseo de estructurar la propia identidad. Este hecho lo descubrió el etnólogo Konrad Lorenz, que experimentó con ocas y patos, y observó que las aves al salir del cascarón siguen al primer objeto cercano que se mueve y se unen en una fuerte relación con él, hasta que el ave crece y logra ser independiente.

Podemos ver en la imagen al mismísimo Konrad Lorenz en medio de uno de sus experimentos. Allí vemos, también según sus relatos, que los patos lo siguen por doquier, luego de haber sido él mismo quien los hiciera nacer. Los patos lo toman por una especie de madre, a la que tienen que seguir, para poder estructurar la propia identidad. Esto implica que en cualquier especie animal, incluido el hombre, las figuras con las que tomamos contacto en los primeros años de vida son esenciales para el proceso de formación de la identidad de la persona, hasta tal punto que sin esos referentes no podemos configurar identidad alguna. El caso más extremo son  los niños salvajes. Les pego aquí la descripción que hace de ellos la Wikipedia:
Carlos Linneo en su obra Systema naturae describiría sus tres características principales: hirsutismo, imposibilidad de hablar y dificultad para caminar erguidos de forma permanente. Estos niños muestran poca sensibilidad al frío y al calor, visión nocturna y sentido del olfato muy desarrollados; imitan sonidos de animales y prefieren la compañía de éstos a la de los humanos; olfatean la comida que van a ingerir, duermen del anochecer al alba, de acuerdo con las estaciones; y parecen ser sexualmente indiferentes.
 
La conclusión es clara han conformado la propia identidad según el animal que los ha acogido. Es pacífico entre los investigadores que la racionalidad es nula en estos casos. Lo que conlleva una consecuencia, de enormes proporciones, que jamás deja de sorprenderme: La posibilidad misma de la racionalidad y de la libertad está absolutamente condicionada al hecho de haber tenido, en algún momento de mi historia, un otro que me sirva de modelo estructurante de mi identidad. No podemos ser libres, ni racionales, ni siquiera tener una identidad dinámicamente humana si no es por medio de la cultura. Esto no implica que la cultura explique “absolutamente” la libertad y la racionalidad del hombre, ni que estemos predeterminados por la cultura, el individuo y su libertad son un emergente que está por encima de la cultura, pero que al mismo tiempo la cultura a mediado la posibilidad de su existencia.
Otro ejemplo más:
Uno de los casos reales más interesantes fue el de las niñas lobo Amala y Kamala, que fueron criadas por una manada de lobos cerca Midnapur, India. Parece ser que no eran hermanas y que fueron acogidas por la manada en dos momentos distintos, dormían juntas acurrucadas, aullaban, necesitaban estar con perros para comer bien (carne cruda sobre todo), se quitaban a mordiscos las ropas que les ponían, tenían hábitos nocturnos, una vista en la oscuridad y un olfato extraordinarios y serias dificultades para aprender a hablar y caminar erguidas.



Bien, ya es suficientemente claro, sin un otro no hay identidad específicamente humana. Pero vamos más allá y nos preguntemos ¿Cómo influye en la estructura de la identidad, y en la personalidad que de ella surge, la presencia o no (o los diversos modos de presencia) de ese otro que sirve de modelo?
A responder esta pregunta se avocó un genial investigador llamado Harry Harlow. Escribió un artículo muy famoso titulado “The Nature of Love” (La naturaleza del amor) en el cual expone las conclusiones de su trabajo, en este campo, con simios pequeños. El experimento fue el siguiente, separó a los bebés monitos recién nacidos de sus madres y los crió con dos artefactos, que hacían las veces de madres subrogantes.

Como en la foto puede verse una de las madres subrogantes era apenas un artefacto de alambres que, sin embargo, era la que proveía la leche. La otra madre era también un artefacto bastante tosco, hecho con felpa, pero que guardaba cierta similitud, en sus formas, con la madre mona natural. Sin embargo esta madre de felpa no proveía de leche. Entonces, después de un tiempo en el que los monitos se habían aclimatado y adaptado al ambiente, introduce Harlow un factor de estrés estimulante del miedo, pone un osito de juguete que toca el tambor en la jaula.

Aquí viene lo interesante de la historia, la respuesta del monito frente al estímulo estresante fue de búsqueda de refugio en la madre de felpa, dejando de lado la madre nutricia de alambre, como podemos ver en la foto:

La conclusión de Harlow frente a este hecho, y también la mía, es que en el momento más decisivo en el que se pone en juego la estructura misma de nuestra identidad, y de quienes en realidad somos, que es cuando nuestra integridad está fuertemente amenazada,  recurrimos al modelo más profundo que estructura esa identidad.



Ese modelo, ya en sus más tiernas etapas, no está constituido en base a la nutrición, como propone Freud con su “fase oral”1, ni al dominio del placer oral como organizador libidinal del desarrollo humano. El placer oral y la zona erógena correspondiente pueden ser muy importantes en el grado de organización de la estructura de identidad del niño en esa etapa, pero no es lo único que estructura, y ni siquiera lo más fundamental. Lo primordial en esa fase es la búsqueda de configuración de la identidad en base a un modelo, que por lo experimentado por Harlow, en su más primitivo estadio, es de semejanza física. Semejanza física que media el aspecto más profundo aún de relación con un otro real distinto de sí y que funciona de modelo. Por supuesto que la identificación comience por la semejanza física no quita que luego, tal semejanza física, se integre y complete con otras semejanzas de orden funcional (que habilitan y comunican nada menos que lo racional, como vimos en el caso negativo de los niños salvajes).
El experimento de Harlow no concluye aquí. Hizo tres grupos de monitos. El primer grupo lo crió con su madre. El segundo grupo con las dos madres subrogantes, la de felpa y la nutricia. El tercero sin ningún tipo de madre. Entonces volvió a hacer lo mismo, introducir un factor estresante en la jaula, el osito que toca el tambor. El resultado fue que los primeros se agitaban durante un tiempo gritando y chillando en un cierto nivel que llamaremos “normal”. Los segundos mostraban un grado bastante más alto de tensión y miedo y les llevó bastante más tiempo que a los primeros retornar a un estado de normalidad. Los del tercer grupo comenzaron a gritar a un nivel descontrolado, mayor aún que los del segundo grupo. Se orinaron y defecaron encima a causa del miedo. Finalmente les tomó un tiempo exagerado en volver a un estado normal. La situación de estrés les era absolutamente incontrolable.


La conclusión es que la capacidad para sobrellevar dificultades, el estrés y los miedos está en directa relación con las figuras parentales que estructuraron la identidad en la más tierna edad. Si, como dice Aristóteles, la felicidad es aquello que acompaña a la realización del fin propio de cada ser vivo, entonces nuestras angustias devienen de no poder realizar nuestro fin propio. Tal incapacidad o tara para alcanzar la felicidad y sanar la angustia, está radicalmente anidada en cómo nos enseñaron a afrontar todas las dificultades, ansiedades que provocan la búsqueda del “fin propio”.  No es una “predestinación o determinismo psíquico” que nos condena para siempre al infausto infierno de no ser felices, en el caso que no hayamos tenido modelos muy sanos de los cuales no pudimos aprender como afrontar la realidad. Sin embargo, aunque no exista tal determinismo, nos queda indudablemente un fuerte condicionante que tiene que ser trabajado en el ámbito propio de la estructura de la identidad del hombre. Por supuesto, si se pretende alcanzar algún nivel de felicidad, calma y paz… en esta vida……
Psique y  Eros, desde la cama y con fiebre…
(continuará con las estructuras que generan las diversas figuras de apego o parentales en la identidad humana, sus consecuencias y tipologías)


1 En esto no importa que Freud no haga propiamente hablando una descripción evolutiva del niño, tomando al niño real como modelo, al estilo Piaget, sino que por el contrario, las fases, etapas, estadio u organizaciones pregenitales (anales u orales) sean establecidas de un modo hipotético, mediado por la neurosis y elaborado desde la neurosis : “La hipótesis de la existencia de organizaciones pregenitales en la vida sexual está fundada en el análisis de las neurosis, y solamente en relación con estos análisis puede estudiársela” (Tres ensayos para una teoría sexual, 1905). Y digo que no importa porque si esto se da en el niño real, y tiene un peso enorme en el niño real, ¿Por qué habría de estar ausente en la estructura infantil fundada, más que en el análisis del niño real, en el análisis de la neurosis? Dicho de otro modo ¿puede ser que semejante hecho, de importancia transcendental en la configuración temprana de la identidad, no tenga consecuencias en la neurosis adulta, desde la cual se construye la hipótesis de la existencia de organizaciones pregenitales? Imposible, según mi modo de ver. (volver al texto)

Autor: Eduardo Montoro

Mi nombre es Eduardo Montoro, soy del 68, estoy casado con Graciela y tengo un hijo, Juan Manuel.
Tengo un largo recorrido académico, definido por un amigo como el viaje de Frodo, no porque sea como Frodo, sino por las peripecias que tuve que pasar, algunas en Italia otras en Argentina. En ese viaje obtuve varios reconocimientos académicos:
• Licenciado en Psicologia, Universidad Católica de Cuyo.
• Master en Psicología de Counselling, Università Europea di Roma
• Profesor de Psicología, Universidad de Mendoza
• Licenciado en Filosofía Sistemática con orientación Lexicográfica, Pontificia Università Gregoriana
• Licenciado en Filosofía del Derecho, Universidad Católica de Cuyo
• Y cuatro años de Teología, no acreditados oficialmente en ninguna universidad, pero que equivalen a una licencia.
Actualmente resido en San Juan, Argentina y mi hobby es salir a andar en moto en duro por los cerros sanjuaninos.
Pero lo que más me apasiona es ver crecer a las personas, superarse, en las más difíciles e inimaginables circunstancias.

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